Hasta la fecha, el director Ali Abbasi (Teherán, 1981) se ha servido de cuentos de terror sobrenatural para abordar malestares sociales del presente. En Shelley (2016) rendía tributo a La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968) tejiendo una sombra ominosa sobre una gestación subrogada, y en Border (2018) exploraba el rechazo al diferente a partir de una comunidad de criaturas fantásticas.
En su tercera película, Holy Spider, que se estrena este viernes, el realizador iraní nacionalizado danés ha aparcado el cine de género para llevar a la audiencia al pavor de la vida real. Dos décadas después de exiliarse, Abbasi recrea un suceso escabroso sucedido en su país para revolverse contra la censura y la misoginia que provocaron su partida.
Entre agosto del año 2000 y julio de 2001, el ciudadano iraní Saeed Hanaei estranguló a 16 trabajadoras sexuales en la capital sagrada de Mashhad. Los crímenes fueron acuñados por la prensa persa como crímenes araña, porque su autor atraía a las víctimas hasta su casa para darles muerte. Sus execrables actos no fueron condenados, sin embargo, por parte de la población, que agradecía la “limpieza” de la suciedad y el vicio en sus calles y llegó a loarlo como un mártir.
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En una entrevista concedida antes de su ejecución al fundador del portal IranWire, Maziar Bahari, el asesino en serie aseguró no sentirse arrepentido y clamó que de no haber sido arrestado, “habría querido matar a 150 más”.
Abbasi ha tomado este caso como materia prima para un thriller desasosegante, que le procuró los premios a la mejor actriz en Cannes y Sevilla a su protagonista, Zar Amir Ebrahimi. En Holy Spider sigue a vueltas con la presencia de monstruos, pero estos sí, habitan entre nosotros.
Pregunta. Su adaptación del relato de John Ajvide Lindqvist, Border, le procuró tanto elogios como abucheos, ¿se ha repetido esa división de pareceres con Holy Spider?
Respuesta. El estreno de Border en Cannes fue, efectivamente, muy convulso. Había gente a la que le entusiasmó, otra que se salió del cine y otra que me gritó: “¡Que te jodan!”. Esta vez, la acogida ha sido sobria. No obstante, las reacciones me dan igual. Con todo el respeto, me importa un carajo lo que escribas.
P. ¿Qué le llevó al filme?
R. Mi misión era incorporarla al corpus de cine iraní y deconstruir la extraña realidad paralela que han estado creando durante medio siglo. Durante 50 años se nos ha dado una versión de la vida iraní marcada por la aceptación de la censura, que pasa por que las mujeres aparezcan vestidas cuando se van a dormir. Nunca muestran su pelo. No van al baño. No tienen sexo. De hecho, prácticamente no caminan. Y nadie se pregunta si la realidad es tal cual. Quizás peco de arrogancia, pero creo que con esta película la hemos puesto en entredicho.
Un híbrido cultural
P. El cine iraní tiene una tradición de enfrentamiento a la censura dando el protagonismo a niños para plantear críticas de una manera disimulada. ¿Qué opina de esa práctica?
R. Estoy jodidamente cansado del empleo de símiles en la cultura de Oriente Medio. No hay nada metafórico en la misoginia ni en la vida de las prostitutas en Irán. Hasta hace 20 años, era iraní, pero ahora tengo un pie en Escandinavia. Me siento como un híbrido cultural, pero todavía conozco lo suficientemente bien mi país de origen y me resulta estomagante la legitimación de la censura. La gente es muy lista en Irán, siempre encuentra la forma de colar una buena metáfora, de criticar al Gobierno a través de un grupo de niños jugando, pero no es suficiente. Hay algo que me frustra y me pone enfermo de otros directores iraníes, ese tira y afloja con la censura en Irán. Me cabrea leer a Kiarostami decir que usaba la censura como herramienta creativa. Esa es una opinión de mierda. Era un gran director y un gran artista, pero su postura va totalmente en contra de mi temperamento.
P. Pero quizás le haya resultado más fácil porque no está radicado en Irán, mientras que Kiarostami se quedó.
R. Le doy toda la razón, pero eso también es una elección. Yo tenía una muy buena vida en Irán. Jugaba al tenis dos veces a la semana, iba a buenos restaurantes, esquiaba en invierno. Tenía un nivel de confort del que hace tiempo que no disfruto.
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P. Esta historia se remonta 20 años atrás, ¿cómo ha afectado a su escritura el movimiento #MeToo?
R. Con los años fui perdiendo el interés en el personaje del asesino y ganó interés su contexto, la investigación. La periodista formaba parte de la historia, pero definitivamente ganó más peso. Cuando Zar se incorporó al elenco incorporó todo el aspecto #MeToo con su experiencia personal. No estoy en redes sociales, no he seguido demasiado el hashtag ni he estado involucrado en el movimiento, pero no necesitas estarlo para tener conciencia. Irán es un #MeToo con patas desde hace un siglo.
P. ¿Por qué pensó que la búsqueda de la justicia debía llevarla una periodista?
R. Adoro a los periodistas, les respeto, pero no en el cine. Los personajes basados en ustedes suelen ser muy bidimensionales. Siempre les mueve la búsqueda de la verdad y resultan jodidamente irritantes con su honradez y su rectitud. No son de carne y hueso. Lo importante en esta película no es el trabajo de la protagonista como reportera, sino sus miedos y sus fobias.