No puede decirse que Barney Duhan tuviera un gran interés por el cine, pero los azares de la vida le llevaron a entrar en plantilla de Loew’s, la red de salas de Metro Goldwyn Mayer. Y allí no tardó en entender que un “Soy Bill, de MGM” encadenado con un “¿Has pensado alguna vez en ser actriz?” era un truco infalible para establecer contacto con cualquier chica.
Un truco que intentó poner en marcha una vez más la primavera de 1941, cuando entre el bullicio de la Quinta Avenida entrevió la imagen de una joven en el escaparate de un estudio de fotografía. Larry Tarr, el propietario, le explicó que la adolescente, su cuñada, no vivía en la ciudad, y Duhan, arrugado, se desentendió del asunto.
Pero no Tarr, que tras escuchar las letras mágicas “M-G-M” envió inmediatamente la foto a las oficinas de la compañía. No deja de resultar paradójico que, en una vida donde los hombres se contarían por miles, el más importante para Ava Gardner terminaría siendo uno al que solo conocería fugazmente décadas más tarde.
Ava tardó un tiempo en convertirse en estrella. El que dedicó a penar en las galeras de MGM con un interminable sucederse de cintas que ni consignaban su nombre en los créditos. Pero todo cambiaría cuando en 1946 recibiera una llamada de Universal. Robert Siodmak, un director huido del nazismo, preparaba una cinta de cine negro con rostros nuevos. No parecía un proyecto habitual y no lo fue.
Forajidos (1946), basada en un relato hard boiled de Ernest Hemingway, resultó un auténtico fenómeno social: su tono sombrío reflejó a la perfección la podredumbre de un país que se adentraba en una era desconocida. También lo resultó Ava, que con solo aparecer en pantalla, deslumbrante, borró a aquellas girls next door que habían sido hasta entonces modelo único para el cine estadounidense.
Ava era la encarnación de esa nueva mujer, libre, rebelde y cínica, que exigía aquella nueva sociedad. Soborno (1949), Pandora y el holandés errante (1951), Mogambo (1953)… La actriz clonaría tantas veces el personaje que no tardaría en fundirse con él.
Y en esta fusión hubo hombres, muchos. Desde aquel primer bizarrísimo matrimonio con Mickey Rooney hasta el torero que saltaba de la cama al concluir sus prestaciones para contárselo a los amigotes, una auténtica legión. El amor no era para ella más que un hábito que manejó con creciente desapego. Pero nada de esto afectó a su relación con Frank Sinatra, con quien vivió una historia hoy encuadrada en el marco de lo legendario.
La electricidad saltó en una fiesta en la mansión de Darryl F. Zanuck. Repentinamente, Sinatra se despidió de los asistentes anunciando que iba a llevar a casa a Ava. Ni tan siquiera sabía dónde vivía. Gardner sacó una botella del bolso y Frank un par de pistolas que guardaba en la guantera. Ninguno de los dos era consciente de que aquella sería una de las noches más tranquilas de su vida conjunta.
Sinatra se enamoró de una manera obsesiva. Ella, por el contrario, se mostraba esquiva e impredecible. El consumo masivo de alcohol, de pastillas, de insultos y puñetazos mutuos no ayudó a centrar el tiro ni a despejar los celos. Hundidos en una relación autodestructiva, ella lo abandonaría tras caer fascinada por España durante el rodaje de La condesa descalza (1954). Sinatra conservó durante décadas en su jardín la escultura de Ava que luce en la película.
Cuentan quienes la conocieron que el alcohol había entrado en la vida de Ava cuando descubrió que un trago calmaba la ansiedad que le generaba ponerse ante la cámara. El sabor no le gustaba, pero eso, bien se sabe, es solo cuestión de tiempo.
Cuentan también que todo se trastocó con las continuas muestras de desprecio de su segundo marido, el jazzman Artie Shaw, cuando Ava dejó de emplear la bebida como herramienta y la convirtió en fin. Siempre escéptica con su propio talento, siempre irónica ante el estrellato, no le costó cambiar su orden de prioridades para rebañar hasta el último ápice de la libertad que le ofrecía una España donde nadie la vigilaba.
Pasada la barrera de los cincuenta, Ava pareció cansarse de noches sin fin, de coches estrellados, de amores furtivos y peleas con los fotógrafos. Fue entonces cuando decidió dejar Madrid e instalarse en Londres. Nunca se había sentido cómoda en aquel cuento de hadas que había sido su vida y, como tal, tampoco aspiró a un final feliz.
El declive comenzó con la muerte de uno de sus grandes amigos, el escritor Robert Graves. Su estado depresivo se fue prolongando en sucesivas enfermedades que le provocarían la muerte en 1990. Sus últimos trabajos, modestos, fueron para la televisión. Del cine se había despedido una década atrás. Lo había hecho con Priest of Love (1981), una película que incluía una sorpresa que encantó a Ava: fue la primera cinta estadounidense que mostraba en primer plano una erección masculina.
Su estado físico no era bueno y el rodaje en México le resultó duro. La comida y el calor le suponían una tortura, pero no tanto como las horas que tenía que esperar cada día a que la recogiera una furgoneta para traerla y llevarla del hotel. Hasta que una mañana, al salir de la habitación, se encontró una limusina en la puerta.
Por fin, un detalle de la producción, dijo Ava al chófer. “No”, le aclaró este señalándole una tarjeta apoyada en el asiento trasero. A Ava se le escapó alguna lágrima al leerla: tantos años después, el viejo Frank seguía velando por ella.