Pocas veces hemos visto un retrato de personaje tan incómodo como el que plantea Mantícora. En su filme más desnudo y depurado estilísticamente, Carlos Vermut (Madrid, 1980) presenta a Julián (Nacho Sánchez), un veinteañero normal en apariencia, diseñador de criaturas grotescas para videojuegos, que esconde un secreto terrible.
Al final del primer acto, el director lo revela en una secuencia espeluznante, con un uso magistral del fuera de campo. Sumido en una lucha terrible contra sus deseos, que cristaliza en ataques de ansiedad, Julián cree encontrar una salida en su relación con Diana (Zoe Stein), una chica que cuida de su padre enfermo.
Pregunta. ¿Por qué no estuvo la película en alguno de los grandes festivales europeos?
Respuesta. En San Sebastián sí que nos lo ofrecieron, pero estábamos esperando a Venecia, porque parecían muy interesados. Al final no salió, y para entonces San Sebastián tenía la programación cerrada.
P. El filme sí estuvo en Toronto y en Sitges, donde un público entusiasta enmudeció tras el pase. ¿Es consciente del efecto que produce Mantícora?
R. Cuando haces una película con elementos controvertidos, sabes que el público tendrá la necesidad de llevársela a casa. No es una obra celebrable y vitalista, como Alcarràs o Cinco lobitos. Es una tragedia. Quizá no estamos acostumbrados a este tipo de filmes últimamente. El cine psicológico, relacionado con el terror existencial o vital, no deja esa sensación tan explosiva cuando se encienden las luces.
P. ¿Por qué cree que la gente se la lleva a casa?
R. Trabajo con elementos no concretos, con situaciones que no termino de explicar, inconclusas, que tienen que ver con los sentimientos en el sentido más abierto. Mis películas invitan al espectador a que sienta lo que quiera.
P. ¿Cómo se enfrenta a las entrevistas con un filme en el que el mayor impacto es descubrir el tema que trata?
R. Bueno, en el fondo la película no aborda frontalmente ese tema, que sale más al principio y en el cierre. Después, es la vida de un personaje que conoce a una chica y carga con esa condición. Parte de ahí para hablar de la soledad, de la relación que tenemos con los demás, de la imagen, de la representación… Pero creo que sí, es más interesante como experiencia emocional descubrir cómo es Julián poco a poco y que tu relación con él vaya cambiando.
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P. Alertado queda el lector, que debería abandonar la entrevista si no ha visto todavía la película. Ahora, vayamos al grano. ¿Por qué otorgarle el protagonismo a un pedófilo?
R. La pedofilia, más que un tema delicado, es desagradable. De hecho, la película impacta porque todos estamos de acuerdo en esto. Entonces, elegir un personaje desagradable y humanizarlo era lo que más me atraía del filme. Se ha hecho mucho a lo largo de la historia del cine. Pasa ahora con Dahmer, pero también con personajes que moralmente nos producen rechazo como Escobar. O con M, el vampiro de Düsseldorf, al que Fritz Lang le da la oportunidad al final de hablar y defenderse. Es interesante acercarse a personajes de este tipo, pero no tiene nada que ver con justificar sus acciones. En una dimensión social nos ayuda a entender que hasta las personas más monstruosas son seres humanos, que forman parte de nosotros y que no nos son ajenos. Eso es importante en un mundo tan dividido entre lo bueno y lo malo, entre ellos y nosotros, para ver que todos somos imperfectos.
P. ¿Se trata de poner al espectador frente a un espejo?
R. Sí, totalmente. Todos podemos cometer injusticias, o tener cosas que a los demás les parezcan repugnantes.
Parecidos razonables
P. ¿Cuál es el origen del proyecto?
R. Nació de una historia que me contaron de una chica con aspecto aniñado que se parecía mucho a un cantante y que empezó a salir con otra chica. Al tiempo descubrió que esta ni siquiera era lesbiana, que estaba con ella precisamente porque era fan de ese artista. Me atrapó esa idea de cómo a veces nos acercamos a una persona que se parece a alguien que deseamos, pero que no podemos tener. Y ese fue el punto de partida, que en realidad es el segundo acto de la película. Y luego, poco a poco, fueron apareciendo los elementos del videojuego, que me daban la oportunidad de hablar de esas imágenes que no son imágenes, de la relación del protagonista con algo que está en su cabeza pero que no llega a consumar, con lo virtual, con el mundo que el espectador no ve pero los protagonistas sí, con esos espacios privados. Hay algo del callo del escritor, de la capacidad de interrelacionar elementos de la realidad en la misma narrativa.
P. ¿Cómo de importante es para la película el hallazgo de esa escena en la que Julián recrea virtualmente al niño y descubrimos sus terribles deseos?
R. Muy importante, porque literalmente daba otra dimensión a la película, ya que eso ocurre en un espacio diferente. Además, plantea un dilema moral: ¿cómo juzgamos algo que no es real?
P. Utiliza aquí el fuera de campo, como en otros momentos de su filmografía. ¿Por qué le interesa este recurso?
R. Porque interpela al público y le hace participar desde el punto de vista emocional de algo que no estás mostrando. Es un pacto, y en función de cómo sea el espectador, así será la película.
P. ¿La realidad virtual nos puede ayudar a exorcizar nuestros demonios?
R. Quizá sí, pero el debate también está en si puede provocar que la gente adquiera nuevos impulsos, que sería la otra cara de la moneda. Además, también puede llevar a que nos aislemos y dejemos de relacionarnos entre nosotros. Cuando eso sucede, acaba provocando desórdenes y casos de depresión, de ansiedad, de fobia social, de suicidios… La socialización es importante para el ser humano.
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P. ¿Cuándo decidió que Mantícora tenía que ser un filme más depurado?
R. Al tratar el tema de la pedofilia, no quería que la película fuera frívola o irresponsable. Me parecía innecesaria una puesta en escena más preciosista.
¿Solo entretenimiento?
P. En la película también se narra una historia de amor. ¿Tenía algún referente para construirla?
R. Vi bastantes películas románticas porque no sabía cuántas escenas eran necesarias para que el espectador entendiese que una historia de amor es una historia de amor. Me ayudaron Lost in Translation o La vida de Adèle.
P. ¿Cuál era su intención a la hora de retratar Madrid en la película?
R. Quería retratar el ocio que hace habitualmente en la ciudad cualquiera que vive en el centro: ir a la Filmoteca, a museos, a bares. Creo que esto hace a los personajes más reconocibles y cercanos. La verdad es que es una vertiente de Madrid que no he visto tan retratada en el cine y menos ahora, que hay una tendencia a que las películas sucedan en localidades pequeñas.
P. ¿Qué vio en Nacho Sánchez para ofrecerle el papel?
R. Es un tipo de actor que es muy común en Francia, pero no tanto en España. Tiene una masculinidad más frágil, más delicada, y eso le iba bien a Julián.
Los monstruos de Vermut
En 2012 un OVNI cinematográfico titulado Diamond Flash desembarcó en Filmin para convertirse en uno de los filmes más aplaudidos del año por la crítica y por los espectadores más atentos. Su director era Carlos Vermut, un joven de apenas 32 años procedente del mundo de la ilustración que, con 25.000 euros y con un equipo técnico de tres personas, levantó una ópera prima inclasificable, pero rebosante de estilo y misterio.
Recorriendo distintos códigos cinematográficos, y potenciando la palabra hablada en una puesta en escena casi teatral, el filme establecía un relato posmoderno en torno a cuestiones lúgubres como el abuso sexual o el maltrato y, en un entorno de pura cotidaneidad, introducía a un hombre enmascarado que servía como atractivo McGuffin.
Imponiéndose al escepticismo, Magical Girl (2014), su segundo filme, ganó la Concha de Oro y el premio al mejor director en San Sebastián. Manteniendo el minimalismo en la puesta en escena, y reclutando a tres reconocidos intérpretes como Bárbara Lennie, José Sacristán y Luis Bermejo, Vermut planteaba una intrincada narrativa en la que tres personajes se dirigen hacia la perdición por culpa del deseo más extravagante de una niña enferma de leucemia. El poder del relato descansaba en aquello que quedaba fuera de pantalla, obligando al espectador a rellenar los huecos más siniestros.
En su tercer filme, Quién te cantará (2018), con Najwa Nimri y Eva Llorach como protagonistas, realizaba un tenso estudio sobre la identidad y la fama, en el que viraba hacia el melodrama almodovariano y la atmósfera enfermiza del filme Persona de Bergman, narrando la historia de una amnésica estrella del pop que recurre a su fan más ferviente, que la imita en karaokes, para tratar de recuperar el éxito perdido.