Muy al principio de Armageddon Time, cuando aún queda todo por decir, la cámara hace un zoom a los ojos de un retrato en blanco y negro de Mohammed Ali. Semejante gesto por parte de James Gray es una advertencia y un anticipo en esta película que acaba de presentar en el Festival de Cannes.
La advertencia es que el relato de iniciación aparentemente convencional de un prepúber judío con vocación de artista en una escuela pública de Queens en el año 1980 (he ahí el itinerario autobiográfico del filme) será de todo menos convencional.
El anticipo es la amistad que el chico (Banks Repeta) forjará con un compañero de clase afroamericano (Jaylin Webb), que sufre la marginación institucional y social, agudizada por su condición de huérfano bajo la tutela de una abuela enferma. Dos jóvenes rebeldes, por motivos bien distintos, que serán como el pequeño Jean-Pierre Léaud y su compañero de correrías en Los 400 golpes, sin duda un referente seminal para el cineasta norteamericano, quien en la secuencia central de un hurto en la escuela sellará explícitamente esa deuda con Truffaut.
Armageddon Time nos adentra en los estupores y los temblores del final de la infancia —y el descubrimiento de las oscuridades del mundo a su alrededor— con una clase de sensibilidad fuera de norma, desde la sutil corriente subterránea de una sociedad de clases, dividida entre demócratas y republicanos en el periodo en que Ronald Reagan se proclamó presidente, que irá añadiendo capas de complejidad y emoción a la historia.
El cambio de la escuela pública a un colegio privado (sostenido por la Fundación Trump) en el segundo acto del filme (señalado claramente con un fundido a negro) introduce un tema crucial en la ecuación. La película es, como casi todo en la filmografía del autor de We Own The Night, una perpetua tensión entre la necesidad inclusiva de sus personajes (sentirse parte de una familia, una comunidad, un lugar, un sistema, una tradición) y las renuncias morales que eso inevitablemente conlleva. La posición ética de nuestro protagonista, y por tanto del cineasta, quedará definida en el último plano, conmovedor. Y así la película nos gana.
Armageddon Time bien puede ser la primera de las grandes películas en competir este año por la Palma de Oro, si bien es una apuesta que genera el suficiente consenso (no por complaciente) como para levantar suspicacias. En todo caso, quien tenga algo contra esta película quizá tenga algo contra el cine o, quién sabe, contra la violencia psicológica que supone despertar a la vida. Ni siquiera la relación entre el nieto y el abuelo (magistral Anthony Hopkins), referente moral del joven y la película, se permitirá entrar sin protección lacrimógena en los cauces del melodrama, incluso cuando su narrativa transite por lugares comunes.
El periodo formativo de las edades del hombre en el que Gray quiere (y consigue) instalarnos se experimenta bajo el punto de vista del chaval, magnificando la alegría y el terror de crecer en un mundo hostil y deshumanizado. En algunas secuencias miraremos explícitamente a través de sus ojos, incluso entraremos en las imágenes que borbotean en su mente, como el magnífico momento en que el jovencito se encierra en el baño huyendo del monumental cabreo de su padre o contempla desde el otro lado de la calle cómo su amigo es detenido por la policía.
Los detalles, sin ser una película barroca o excesivamente dramatizada (de hecho es posiblemente la más controlada en el pulso vocacionalmente épico de Gray), dan forma y contenido a una pieza que emerge como centro neurálgico de una seductora filmografía que bien puede explicarse desde y alrededor de Armageddon Time.
EO, una apuesta radical
Por otra clase de Apocalipsis, no el americano del nacimiento del neoliberalismo, sino el europeo de nuestros días, nos conduce el polaco Jerzy Skolimovski en EO. La mirada no es la de un niño, sino la de un burro, como a su modo hiciera Bresson en Al azar, Balthasar.
La apuesta es radical, un filme prácticamente mudo, que adapta su lente a una mirada antropomórfica y distorsionada. No nos extraña que el periplo surreal del pollino empiece en un circo, ni que termine en un matadero, pues todo aquello con lo que el burro Eo se cruza en su aventura asilvestrada está tomado por la demencia y el exceso.
Será incluso la mascota maltratada de un grupo de hooligans en un partido de fútbol regional. Todos los capítulos en la road movie particular del animal, que escapa sucesivamente de sus guardianes, se ofrecen como síntoma de una forma de decadencia en las múltiples erosiones de la civilización y cultura continentales.
Con todo, la película se define por la acumulación aleatoria de sucesos, generalmente grotescos, sin establecer una ligazón consecuente como para armar un relato sólido, y se experimenta bajo la sensación de que el orden es indiferente y que cualquier otra situación imaginable en la vida del burro tendría perfecta cabida.
Las soluciones formales que aporta el veterano Skolimovski, y la plasticidad y potencia estética de algunos fragmentos, resuelven el drama desde un carácter experimental. Decía Berlanga que uno empieza haciendo películas por pasión y termina haciéndolas por el placer de hacerlas. Skolimovski, a sus 84 años, ya rueda por placer.