Hace poco, el actor Daniel Brühl desnudaba sus demonios en la ácida La puerta de al lado, su debut como director. Allí veíamos a un cuarentón con una vida en apariencia exitosa, muy parecido al propio Brühl, cuya existencia se trastorna por completo cuando conoce en un bar a un vecino insidioso que pone en solfa todos sus “logros”. Con un tono muy parecido, Las cartas de amor no existen también está protagonizada por un tipo de esa misma edad que a lo largo de un día, y también en un bar, se confrontará al “drama” de su existencia para descubrir algunas verdades sobre sí mismo.
Divorciado y recién separado de su novia, una chica más joven, Jonas (Grégory Montel) tiene una vida sentimental en ruinas y un socio en la empresa que roba dinero. Tras una borrachera a destiempo, primero trata de reconciliarse con su ex y cuando no lo consigue, se instala en un bar delante de su casa para escribirle una carta y de paso espiarla. Entre el drama sentimental y la comedia costumbrista, el protagonista irá estableciendo lazos con los parroquianos (especialmente el camarero y su hermana) al tiempo que esa “carta de amor” se convierte mucho más en una catarsis personal que en la misiva original.
Las cartas de amor no existen por momentos es una película algo deslavazada pero tiene momentos hilarantes y acaba resultando conmovedora y cercana gracias a la honestidad con la que retrata a su protagonista, ese Jonas desnortado que echa de menos su juventud y se lamenta por la madurez por llegar. Un personaje “enamorado de su tristeza”, muy contemporáneo, con mucho en común con la “perdida” Julie de La peor persona del mundo, que sirve como reflejo de una especie de inmadurez que en estos tiempos se alarga mucho más de los veinte años.
Por su parte, no tiene poco mérito lo que logra Andrea Arnold con Vaca, película documental narrada como una ficción. La directora de grandes títulos del cine británico reciente como Red Road (2003) o Fish Tank (2006) cuenta, literalmente, la vida de una vaca lechera en una granja industrializada. Luma se llama la protagonista de esta cinta y la suya no es una vida fácil. Las granjas modernas ya no son lo que eran y el pobre animal más bien parece habitar en una especia de distopía industrial destinada a perturbar la psique como esa prisión de La naranja mecánica (Stanley Kubrick, 1975) en la que Alex es sometido a torturas.
El primer gran logro de Vaca es tan sencillo como que no resulte aburrida. La vida de una vaca es una vida cuyo único sentido es la productividad, con lo cual quizá tampoco son tan distintas a los seres humanos actuales. Ser ordeñada y parir terneras para que hagan lo mismo que ella son no solo las misiones vitales de Luma, también lo único que da sentido a su existencia física, ya que cuando estas vacas dejan de ser útiles, las matan.
Las vacas no son los animales más afectuosos ni más listos del mundo, pero llegamos a empatizar con esa Luma sometida a un estricto proceso ganadero que no le permite casi un segundo de libertad. Ver el mundo desde los ojos de una vaca, nos hace, paradójicamente, más humanos y nos recuerda que existe una cadena que une a todos los seres vivos. “Todo lo que se mueve es sagrado”, decía Steinbeck.