Un 27 de marzo de 1995, hace ya más de veinticinco años, Maurizio Gucci, heredero del imperio de la moda, fue asesinado a tiros por un sicario pagado por su propia ex mujer, Patrizia Reggiani. La tragedia conmocionó a la alta sociedad mundial e hizo correr ríos de tinta. Es una de esas historias con todos los elementos para fascinar a la opinión pública, unos protagonistas guapos y ricos, un apellido célebre y muchísimo dinero combinado con una brutalidad que parece más propia de unos capos de la mafia sicilianos que de unos sofisticados reyes de la alta costura. Poco después de estrenar su épica medieval El último duelo, que ha sido un desastre en la taquilla mundial aunque la crítica ha sido más benevolente con ella, a sus 83 años el veterano director de Blade Runner (1982) o Gladiator (2000) vuelve a las pantallas con una película delirante y enloquecida que funciona como sátira de las bajas pasiones.
“No quería rodar un drama o un thriller porque no lo es”, ha dicho Scott. “Lo veo mucho más como una farsa. Es una historia que nos retrotrae a los tiempos de los Medici o los Borgia, trata sobre una familia que se autodestruye aunque los motivos no son tan fáciles de discernir. Podrías decir que es avaricia pero no es solo eso. De alguna manera, ellos también intentar proteger su nombre”. Como suele suceder, la más Gucci de los Guccis es la recién llegada, esa Patrizia trepa y manipuladora interpretada por Lady Gaga. El “ingenuo” de Maurizio (Adam Driver) la conoce en una fiesta y se enamora de ella a pesar, o precisamente, por sus orígenes humildes. Encantadora y zalamera, Reggiani es una “perversa narcisista” en toda regla, una tipa sin escrúpulos obsesionada con el estatus y el dinero de la familia.
Durante más de dos horas, Scott nos entretiene con un culebrón en toda regla sobre las batallas internas de la familia. Por una parte, Maurizio y Patrizia, ansiosos por tomar el control de la empresa y quitarles poder a su tío Aldo (Al Pacino) y su primo Paolo (Jared Leto, irreconocible), un tipo más tonto que un zapato. Lejos de la imagen de perfección y glamur que transmiten los medios de comunicación, los Gucci se despellejan los unos a los otros de manera “civilizada” mediante abogados y filtraciones malignas a la prensa. Incluso el “idealista” Maurizio del principio, ansioso por quitarse de encima el snobismo y el clasismo que le vienen de familia, acaba siendo devorado por una dinámica incontrolable de lucha despiadada por el poder.
La casa de Gucci es una especie de capítulo de Dallas, Falcon Crest o Dinastía rodado con muchísimo presupuesto. En este tipo de productos, el villano siempre es la estrella, como demuestra el hecho de que sean precisamente J.R. (Larry Hagman), Angela Channing (Jane Wyman) o Alexis (Joan Collins) los personajes más conocidos de esos culebrones que marcaron los 80. La combinación entre “amor y lujo” y las más bajas pasiones casi siempre funciona y en este caso Scott opta por un tono descacharrante y excesivo al que se prestan los constantes cuchillazos por la espalda de los Gucci. Patrizia, hija del jefe de una empresa de camioneros, ansiosa por ser “alguien” y relacionarse con la jet set mundial, se lleva en este caso toda la atención en la piel de una Lady Gaga por momentos graciosa en su retrato de una mujer donde se mezclan la vulgaridad con el arribismo, pero más limitada como actriz a la hora de mostrar la naturaleza maligna de un personaje más oscuro de lo que parece.
Al principio, dan ganas de identificarse con la mala, ella es una de los nuestros: la mujer sencilla metida en un mundo de pijos que la miran mal porque no sabe pronunciar de manera adecuada los nombres de las calles de París. El propio Maurizio parece fascinado por su condición de plebeya, repitiendo quizá mentalmente ese esquema tan habitual entre la clase alta de buscar en el lumpen algún tipo de autenticidad que se le escapa: nunca parece más feliz que jugando al fútbol con los otros camioneros. El problema es que Patrizia no aspira ni remotamente a aportar un poco de “vida real” a unos príncipes encerrados en su torre de oro, si no todo lo contrario, está obsesionada con ser la más Gucci de los Guccis, el único nombre por el que permite que se la conozca.
La guerra de los Gucci, en la que Paolo ejerce el papel de presa fácil por su estupidez innata y Aldo por su codicia, le sirve a Scott para realizar un retrato algo desmedido de la trastienda de la moda y las altas finanzas. Lo que vemos es el cambio de época que va de un panorama dominado por unas pocas familias que controlan sus empresas a la vieja usanza (el padre de Maurizio, interpretado por Jeremy Irons se niega a abrir una tienda en un centro comercial en Japón) a otro globalizado en el que queda claro que el viejo sistema de “herederos” como en las monarquías feudales queda obsoleto.
Hoy Gucci ya no pertenece a los Gucci, del mismo modo que las grandes casas de moda de antaño hoy pertenecen a grandes conglomerados industriales con intereses en sectores que van de la moda al petróleo y la propiedad inmobiliaria. El filme refleja ese momento de finales del siglo pasado en el que quedó claro que los “viejos” dueños de las grandes firmas de moda no son capaces de gestionar emporios multinacionales en un mundo en que el dinero no solo está en las manos de unos pocos viejos aristócratas europeos y fortunas de Estados Unidos. Primero, los Gucci se alían con un inversor iraquí, poco después, lo venden todo. De esta manera, la propia caída a lo infiernos de la familia se convierte en una metáfora poco piadosa de las dificultades de esta Europa que sigue siendo la cuna del arte y el “buen gusto”, pero carece del dinamismo y la mirada universal de los nuevos tiempos. El propio Scott habla de los Gucci como unos Medici o unos Borgia del siglo XX y su final se parece al de las propias monarquías absolutistas un siglo y medio antes, el último suspiro de un sistema refinado pero decadente. No parece casualidad que fuera un estadounidense de Texas, Tom Ford, quien resucitara la marca.