Es inevitable que por el estreno de El último duelo nos venga a la cabeza la primera película que rodó Ridley Scott (South Sields, 1937), Los duelistas, aunque solo sea porque el título de este nuevo filme remite al de su debut en 1977. Aquella adaptación de una novela de Joseph Conrad narraba con magníficas elipsis a lo largo de 15 años la interminable sucesión de combates entre dos oficiales del ejército napoleónico, motivados por un incidente menor y alargados en el tiempo hasta el absurdo. El resultado era una sólida, fría y esteticista película que, pese a cierto maniqueísmo en la construcción de personajes y algún que otro desfallecimiento narrativo, todavía brilla como una de las mejores de la nutrida filmografía del director británico, junto a las dos siguientes: Alien (1979) y Blade Runner (1982). El último duelo no alcanza la capacidad intrínseca de cada una de ellas para convertirse en obras de culto, pero sí se puede decir que es de lejos el mejor trabajo de Scott en años. Además, coincide con Los duelistas a la hora de realizar un descarnado estudio sobre el ego y el orgullo masculino y el concepto del honor, por lo que, de alguna manera, viene a cerrar el círculo. Sin embargo, el verdadero tema de este nuevo filme del director está relacionado con la actualidad, aunque se ambiente en la rígida sociedad del siglo XIV.
MeToo medieval
Scott, sin recurrir a efectos digitales, vuelve a facturar secuencias de gran espectacularidad y fisicidad extrema
El último duelo trata sobre la violación de una mujer en el medievo y el hostigamiento que sufre al denunciarlo por parte de todas las instituciones de la época (desde la propia familia, con su marido pensando que el agraviado es él, a la Iglesia, la nobleza o el mismo rey, que exhibe una sonrisilla macabra). Obviamente, la película peca de cierto oportunismo al hacer bandera del feminismo y subirse al carro del #MeToo, pero no hay que olvidar que Scott está detrás de dramas que ya indagaron en estas cuestiones décadas antes de que se convirtieran en temas candentes en el seno de Hollywood, como Thelma & Louise (1991) o La teniente O’Neil (1997). La presencia de Nicole Holofcener en la escritura del guion, junto a Matt Damon y Ben Affleck (que ya ganaron el Óscar por el libreto de El indomable Will Hunting en 1997), le otorga cierta credibilidad a un proyecto, por otra parte, eminentemente masculino.
Basada en un libro de Eric Jager, la acción nos sitúa en la Francia de 1386, en el marco de la Guerra de los Cien Años, y aborda la historia cruzada de tres personajes: Jean de Carrouges (Matt Damon), un caballero normando tan valiente y aguerrido en el campo de batalla como estérilmente orgulloso e inútil a la hora de desenvolverse en los salones de la corte; Jacques Le Gris (Adam Driver), antiguo amigo y compañero de armas de Carrouges, hombre de letras y de juergas interminables, con una gran habilidad para escalar en las esferas de poder de la época, y Marguerite (Jodie Comer, la protagonista dela televisiva Killing Eve), inteligente y obstinada hija de un cortesano en horas bajas que es entregada en matrimonio a Carrouges a cambio de una generosa dote. Las cuestiones económicas tienen, de hecho, gran preponderancia en el filme, imponiéndose a cualquier cuestión sentimental en las relaciones entre los personajes (o incluso con la patria y el rey). La disputa por la propiedad de un terreno convertirá con el tiempo a los dos personajes masculinos en enemigos íntimos.
Tras ser violada por Le Gris (en una escena que Scott filma con una frialdad estremecedora), Marguerite se niega a permanecer en silencio y decide acusar a su agresor, que niega los hechos. Carrouges llevará el asunto al Palacio de Justicia de París para que el rey permita un duelo a muerte entre los dos caballeros que, siempre Dios mediante, dirima quién dice la verdad a través de la victoria.
Espectacularidad sin filtros
Desde Los duelistas, el cineasta había vuelto al cine histórico o de época en filmes como 1492: la conquista del paraíso (1992), Gladiator (2000), El reino de los cielos (2005), Robin Hood (2010) o Exodus (2014), casi siempre con el mismo resultado: películas de gran espectacularidad pero, en mayor o menor medida, vacías, serias, sin ironía ni vuelo para hacernos reflexionar sobre el pasado o el presente, con escasa capacidad para quedar impresas en nuestro recuerdo (aunque hay que reconocer que Gladiator supo tocar la fibra testosterónica de cierto público masculino que aún la aupa a los altares del séptimo arte).
En El último duelo, en cambio, esta antagonía entre forma y narrativa se invierte y el planteamiento del guion, inspirado en el multiperspectivismo del Rashomon (1950) de Akira Kurosawa, se impone como lo más afilado del filme. Eso sí, la película mantiene la apabullante energía en la puesta en escena que caracteriza al director, aunque tampoco en este sentido nos sorprenda. Su sello visual apenas ha variado desde sus primeros trabajos y la consistencia de su recreación histórica, sostenida por un presupuesto generoso y unos valores de producción importantes, se da por hecha. En cualquier caso, vuelve a facturar varias secuencias de gran espectacularidad que harán las delicias del público más palomitero, en especial las batallas o el duelo final, de una fisicidad extrema, y sin que los efectos digitales hagan acto de presencia.
Tras los frustrantes regresos al universo Alien en Prometheus (2012) y Covenant (2017) y una Todo el dinero del mundo (2020) que tan solo pasará a la historia por el borrado de Kevin Spacey del metraje –y su posterior sustitución por Christopher Plummer– tras haber sido acusado de abuso sexual, Scott parece que recupera el pulso perdido durante décadas. En un mes tenemos nueva entrega, La casa de Gucci, en la que narra el asesinato en 1995 del nieto del fundador del imperio de la moda. Esperemos que reafirme el buen momento de un talentoso director que parecía perdido para la causa del gran cine.