Hace ya casi veinte años, el escritor estadounidense Neal Pollack publicó uno de los libros más desternillantes de este siglo, Antología de la literatura americana de Neal Pollack. Allí destripa con sarcasmo la imagen icónica del escritor y periodista estadounidense del siglo XX, ese tipo duro, atractivo, desencantado con la vida y con tendencia a la dipsomanía. “Me he acostado con quinientas mujeres” o “Soy amigo de una mujer negra de la clase obrera”, se titulaban algunas de sus historias, en las que combinaba el ingenio con un evidente respeto e incluso veneración por aquello que satirizaba. Hemingway, Dos Passos o incluso los revoltosos beatnicks como Kerouac son los nombres más conocidos de esos plumillas del siglo XX que llevaban sus reportajes hasta sus últimas consecuencias implicándose de una manera (muy) personal. La nostalgia nunca es buena consejera pero es difícil no sentir añoranza por ese mundo de reporteros pendencieros que se acostaban con “quinientas mujeres” pero sobre todo escribían unas historias maravillosas en las que se confundía el periodismo con la literatura.
En La crónica francesa, última película del ínclito Wes Anderson, el cineasta rinde un sentido homenaje a las “viejas” revistas de antaño que apostaban a fondo por las historias y permitían a sus reporteros tomarse unas vacaciones en un enclave solariego para “recordar mi relación con el protagonista”, como sucede en la película. Son grandes publicaciones, muchas de ellas aún en activo, como New Yorker, The Atlantic, The Paris Review o Rolling Stone. Eran tiempos donde no mandaba el dichoso clickbait en los que los periodistas podían pasarse meses investigando apoyados a muerte por editores comprometidos con sus contenidos pero también con sus periodistas. Bill Murray, “muso” absoluto de Wes Anderson, interpreta en la película a ese editor a la vieja usanza que revisaba minuciosamente los textos y paga la fianza a uno de sus empleados cuando lo meten en la cárcel. En este caso, su frase típica es “escríbelo como si lo hubieras hecho aposta”.
Anderson estructura su película en varios capítulos como si fueran las distintas historias de la revista sobre la que pivota el filme, The French Dispact of the Kansas, Liberty, Evening Sun, ya que se trata del suplemento de un periódico de provincias no muy glamouroso. De esta manera, vemos a una reportera (Frances McDormand) que se acuesta con un chaval mucho más joven (Timothée Chalamet) al que está investigando para realizar un reportaje sobre los airados universitarios que propiciaron el mayo del 68; conocemos a un tormentoso artista (Benicio del Toro) que se hace famoso con un solo cuadro y pinta sin parar desde la cárcel, adonde ha ido a parar después de descuartizar a dos camareros. También vemos la historia de un cocinero que acaba involucrado en el rocambolesco caso de secuestro del hijo de un importante político (Mathieu Amalric).
El mundo de Wes Anderson, muy reconocible, busca una estilización de la realidad, funciona como el reflejo de un mito. Aunque su obra es muy distinta a la de Tarantino, ambos tienen en común una forma de ver el mundo en la que la fantasía se mezcla con la realidad. Hay algo naíf en sus películas porque en parte Anderson cuenta sus historias con la fascinación de un niño. En Life Aquatic veíamos las peripecias del capitán Cousteau mostrando no lo que de verdad debía ser la vida en el Calypso sino la forma idealizada en que sus peripecias eran percibidas por sus espectadores y en El gran Hotel Budapest rinde tributo a la Europa Central prenazi de Stefan Zweig con una película donde ese mundo de criados, marquesas y existencialistas perpetuamente enfermos se refleja exagerando sus clichés para provocar en nosotros el mismo efecto nostálgico y soñador que sentimos al leer las novelas románticas de Zweig o La montaña mágica de Mann.
En La crónica francesa, le toca a Owen Wilson interpretar a ese prototipo que parodia Pollack y le gusta moverse por los ambientes marginales de yonquis y putas mientras Jeffrey Wright, perseguido por la policía por su homosexualidad, parece inspirarse en el incendiario James Baldwin. Cuidada hasta el más mínimo detalle, en todo momento uno disfruta el talento y el ingenio de un Anderson en plenitud de facultades, La crónica francesa tiene un tono juguetón, un poco gamberro (a París se la llama “Ennui” que en francés significa “aburrimiento”) y funciona también como un homenaje al cine francés. A veces, esa capital fantástica tiene el tono surrealista y hechizado de Tati, otras nos arrastra a ese mundo de jóvenes airados con los cabellos alborotados que fuman y lanzan consignas revolucionarias de las películas de Godard y también vemos ese París arrabalero y oscuro del cine de los 30 y 40 de Marcel Carné. Más allá de su encanto sofisticado y erudito, en La crónica francesa hay verdadero deslumbramiento, un emocionante homenaje al periodismo pero también de la fantasía y el mito como motores de la existencia. Somos los mitos que tenemos.