El cine, el viejo cine en salas, gozaba de una excelente salud contra todo tipo de pronósticos funestos hasta que llegó la pandemia y lo puso todo patas arriba. Los propios festivales viven una crisis de modelo en tiempos de visionados online. Sin embargo, siguen siendo el gran templo de las películas, el lugar en el que aún ejercen un absoluto protagonismo y donde se les rinde pleitesía como género artístico y no mero entretenimiento. De ese purismo, precisamente, se ríen, se ríen de todo, los suramericanos Mariano Cohn y Gastón Duprat en su vitriólica Competencia Oficial, recién presentada en Venecia y exhibida hoy en el País Vasco. En esa película, Oscar Martínez interpreta a un actor purista que reniega de los premios y de la fama, porque lo suyo es el “cine puro”.
Sin pretensiones, el veterano y venerable Zhan Yimou rinde un sentido tributo a ese cine de antaño en el que no había otra manera de ver imágenes en movimiento que acercándose a las salas. Lo cuenta en Un segundo, una película bellísima en la que nos traslada hasta los tiempos de autoritarismo y represión que distinguieron a la China de la “revolución cultural” de Mao. Estamos en los años 60, tiempos en los que había pocas formas de entretenimiento y la proyección de películas se vivía en los pueblos como un gran acontecimiento. El protagonista es un pobre hombre que ha sido castigado por las autoridades por un pequeño delito de rebelión y encerrado en un campo de trabajo. Está obsesionado no solo con ver la película sino con robar el celuloide porque sabe que en uno de sus fotogramas, ese “segundo” del título, aparece su hija.
La China de Mao era muy distinta a la España de la época pero esa cualidad del cine como gran acontecimiento capaz de revolucionar la vida de un pueblo era muy parecida. A partir de la relación entre el desdichado padre y una huérfana que como él también está obsesionada con robar la película, el director de joyas del cine como Semilla de Cristantemo (1990) o La linterna roja (1991) entrega un filme modesto de producción y hermoso en el que se reivindica la imagen como forma de trascendencia en estos tiempos en los que ha perdido su cualidad mágica al proliferar de manera masiva con los móviles.
El director chino no ha podido viajar al País Vasco pero sí lo han hecho dos estrellones patrios como Penélope Cruz y Antonio Banderas para presentar la comedia Competencia oficial. Sus argentinos directores, Cohn y Duprat, conquistaron el mundo con otra sátira ambientada en el mundo de las celebridades como El ciudadano ilustre (2016), en la que reflejaban la tormentosa vuelta al hogar de un escritor laureado con el premio Nobel interpretado por Oscar Martínez. Aquí, el propio Martínez da vida a ese actor pagado de sí mismo y arrogante que desdeña de la “cultura de masas” y se enfrenta a una superestrella, interpretada por Antonio Banderas.
La trama arranca cuando un rico industrial decide producir una película “de prestigio” para que su nombre se asocie en la posteridad con las artes. Para ello, paga una fortuna por los derechos de la novela de un escritor galardonado con el Nobel y contrata a una directora de prestigio que ha ganado la Palma de Oro en Cannes, a la que da vida Penélope Cruz. La mayor parte del filme se centra en las nueve jornadas de ensayos que comparten la cineasta y sus actores en una casa de diseño que transmite frialdad y extrañeza.
Rivalidad se llama la obra literaria que sirve como base a la futura película y es precisamente esa rivalidad entre los intérpretes la que da sustento a un filme en el que se parodian los egos y las rutinas del mundo del cine. Banderas se pasa la vida acumulando una novia joven detrás de la otra y discutiendo por su casa en Saint Tropez con su ex mientras el personaje de Martínez escucha música experimental con su misma mujer desde hace treinta años, una escritora de libros infantiles anticapitalistas. Dos formas de entender el mundo y la profesión que colisionan bajo la atenta mirada de esa Cruz en modo intelectual que acierta al no rizar el rizo con su personaje.
Es una película extraña y casi teatral en la que los directores se burlan desde la costumbre de los astros de comer vegano y sin calorías hasta las diatribas puretas de Martínez. Hay algunos gags más logrados que otros en un filme que también reflexiona sobre la idea de la propia interpretación en un juego en el que todos engañan a todos. Deja una sensación rara, un tanto agridulce, es una película seca y rocosa que detrás de sus momentos jocosos esconde una visión sombría de la profesión y el propio ser humano.