Un verano me fui de vacaciones a Marsella. Es un lugar fascinante en el que uno siente el poderoso legado de la cultura mediterránea en Europa. No en vano es la ciudad más antigua de Francia, colonizada primero por los griegos y luego por los romanos. Frente a esa herencia clásica, es una ciudad convulsa, crisol de culturas, refugio precario de miles de inmigrantes ilegales africanos que conviven en un lugar con una atmósfera eléctrica, fascinante y turbulenta, de gran interés sociológico pero poco adecuada para relajarse. Sin duda, los filmes del gran creador cinematográfico de Marsella, el soberbio Robert Guédiguian, poseen verdadera fuerza humanista pero no nos muestran en toda su crudeza los claroscuros de un lugar que también es uno de los más violentos y sanguinarios de Europa, capital francesa del narco.
Resulta lógico que el cine se fije en una ciudad donde parece que se dirimen los grandes conflictos que azotan el planeta. Esa mezcla de extrañamiento y arrebato que produce Marsella se refleja en la mirada del desquiciado Matt Damon en Cuestión de sangre, película de Tom McCarthy en la que interpreta a un obrero americano perdido en el sur de Francia obsesionado con demostrar la inocencia de su hija. Inspirándose en el caso de Amanda Knox, la estudiante de Seattle acusada en Italia de asesinar a su compañero de piso en un juego sexual, Damon hace de “padre coraje” en una película de ritmo hollywoodiense que trata de escapar de todos los tópicos, empezando por el que nos podemos imaginar, o sea, el del “buen americano” con un corazón noble que acaba arreglando el desaguisado en tierra hostil.
Cuando Trump ganó las elecciones, el New York Times pidió disculpas por no haber sido sensible a las penurias y reivindicaciones de una clase obrera postindustrial americana que lo votó en masa. El personaje de Damon se llama Bill, es un trabajador de una planta petrolífera que encaja con el típico “redneck” que vota a Trump (en la película se hace alusión a ello), se alimenta a base de hamburguesas y no sabría situar en el mapa otro país que no sea el suyo. Actor enorme, Damon da humanidad y profundidad a un personaje que con frecuencia ha sido denigrado y reducido a un estereotipo tan peyorativo como injusto. Darse cuenta de eso fue el mayor acierto comunicativo del propio expresidente. Frente a Damon tenemos el personaje de Virginie (la actriz francesa Camille Cottin), que podría representar el estereotipo contrario: la artista europea bohemia, progresista y sofisticada. Como sucede en la propia vida, lo importante de las personas no es lo que representan sino lo que son y McCarthy hace creíble ese romance.
“Desde hace más de una década existe un intenso debate sobre el papel de Estados Unidos en el mundo —dice McCarthy— que se refiere a su autoridad moral. Eso muchas veces se personifica en el héroe americano, el tipo con una misión en el extranjero que pone orden. Con los guionistas queríamos subvertir esto. Aquí queremos ver las consecuencias de esos actos, cosa que los thrillers nunca hacen”. Efectos colaterales llama el propio Pentágono a los desaguisados que la “justicia americana” va dejando por el mundo, como queda claro estos días en ese Afganistán que veinte años después sigue padeciendo una espantosa guerra.
Célebre por la oscarizada Spotlight, en la que McCarthy reivindicaba con sobriedad la labor de hormiga del periodista en el destape de los abusos a menores por parte de curas de Boston y su ocultamiento por la jerarquía eclesiástica, el director se sigue distinguiendo como un heredero de esos filmes políticos de los años 70. Son películas en las que la austeridad en las formas se mezclaba con una cierta solemnidad de fondo. Fueron tiempos de gloria de cineastas como Sydney Pollack (Los tres días del cóndor) o Alan J. Pakula (Último testigo, Todos los hombres del presidente), cuyo buen pulso para el montaje frenético y los rompecabezas se dejan sentir con fuerza en esta electrizante Cuestión de sangre.