En los últimos diez años Mohammad Rasoulof (Shiraz, 1972) ha visto como su prestigio internacional se disparaba en el panorama cinematográfico internacional mientras su libertad era coartada una y otra vez por el régimen iraní. En 2020 se hizo con el Oso de Oro del Festival de Berlín por La vida de los demás, filme que llega a las salas españolas este viernes, pero no pudo estar en la capital germana porque le habían confiscado el pasaporte en 2017 tras volver de presentar por el mundo Un hombre íntegro.
En 2019, un tribunal revolucionario lo sentenció en firme a un año de prisión y le prohibió abandonar el país durante otros dos por realizar propaganda contra el gobierno con sus películas. “Es una situación difícil de describir”, cuenta Rasoulof por videollamada desde su arresto domiciliario. “Pesan sobre mí dos sentencias de prisión que hasta este momento no se han ejecutado, principalmente por la situación sanitaria propiciada por la pandemia. Estoy esperando a que me den una fecha para mi arresto, por lo que la espada de Damocles se cierne sobre mi cabeza. Es una situación dura, pero en la que encuentro mucho sentido para mi existencia. Lo que estoy atravesando tiene un valor, es una elección que he hecho y que asumo”.
Cine o libertad
Pregunta. ¿Cómo piensa en el futuro desde esta posición?
Respuesta. A menudo me pregunto cuál es la elección correcta entre cine y libertad. Quizá podría ser un cineasta más convencional en Irán, pero eso supondría cerrar los ojos ante preocupantes realidades que observo en la sociedad. Hasta ahora he preferido trabajar libremente, aunque tenga que pagar un precio. Y seguiré haciendo estas películas mientras pueda, porque me hacen sentirme más humano, más cerca de mis convicciones y de mi forma de ser. Y cuando ya no pueda hacer cine me dedicaré a otra cosa, como la escultura.
“El lenguaje cinematográfico que estoy afinando busca contar historias muy locales, pero que tengan una dimensión universal”
En La vida de los demás, película rodada sin permisos, Rasoulof presenta cuatro historias independientes que abordan el tema de la pena de muerte desde el punto de vista de los verdugos. “Para mí lo interesante es cómo los gobiernos totalitarios incluyen a los ciudadanos de a pié en la cadena de violencia”, explica el director. “Les cargan con la responsabilidad no solo de cercenar una vida sino también de asegurar la supervivencia del sistema, que es lo que se espera de cada individuo. Creo que el tema central del filme es el grado de complicidad con el sistema que podemos tolerar”.
P. Grandes directores han tratado este tema, como Berlanga en El verdugo.
R. Sí, vi muchos de esos trabajos al preparar y pensar la película y en parte fue lo que me hizo aproximarme al tema desde el punto de vista de los individuos. Cuando un gobierno ejecuta una pena de muerte, no solo hay una víctima, hay todo un círculo de víctimas.
P. La película nos muestra también la idiosincrasia de la sociedad iraní, principalmente de la clase media…
R. La inspiración me viene del medio en el que vivo, observando a la gente que tengo alrededor. Estas situaciones de la película son muy específicas, pero no creo que impidan una identificación o empatía por parte de un público extranjero. Eso es exactamente lo que busco con el lenguaje cinematográfico que estoy afinando: contar historias muy locales, muy auténticas, pero que tengan una dimensión universal que públicos de todo el mundo puedan entender, compartir y sentir.
P. ¿Por eso ha abandonado el estilo alegórico?
R. Cuando empecé en el cine, influido por la poesía iraní, elegí de manera casi inconsciente el lenguaje de la metáfora y la alegoría, porque me permitía abordar temas que me importaban desde un punto de vista estético que me convenía. Pero cuando me arrestaron en 2010 y me pusieron en aislamiento en la cárcel, empecé a darle vueltas al tema y llegué a la conclusión de que la alegoría, tan usual en la historia de mi país, era en realidad una manera de integrar la censura en tu propio trabajo. Pasó para mí de ser una virtud creativa a un síntoma de la sumisión a un sistema opresivo. A partir de ahí adopté un estilo más directo.
P. Sin permisos, ¿cómo sacó adelante la película?
R. En Irán el circuito de cortometrajes está menos controlado y vigilado y por eso, cuando estaba buscando la manera de filmar un nuevo proyecto, tuve esta idea de rodar cuatro historias cortas. Lo presentamos como si fueran cuatro cortos, proyectos falsos con otros títulos, otras temáticas y otros directores. Yo era casi invisible en el set, siempre estaba apartado, aislado… Para escenas en lugares públicos como el aeropuerto, a los que no podía ir, dejaba a mis ayudantes que dirigieran, aunque previamente preparábamos storyboards y lo ensayábamos mucho.
Realidad e imaginación
P. ¿De dónde surgen estas historias?
R. De una combinación de realidad e imaginación. Por ejemplo, la primera historia procede de algo que me pasó. Un día me crucé en la calle con uno de los inspectores que me había interrogado brutalmente en 2010. Me enfadó mucho que fuera por la calle caminando tranquilamente, como un hombre normal. No sabía cómo reaccionar, lo seguí un rato, pero dudaba si debía decirle algo… Después me calmé y me dediqué a observar y me di cuenta de lo banal que puede parecer un hombre que tiene un historial tan cruel a la espalda. Me quedé con esa impresión y me fui a casa agotado y me acosté. Cuando desperté escribí esta historia. Y para las demás ha sido un proceso parecido: hay una inspiración, una idea primaria que parte de lo personal y funciona como núcleo.