El año pasado Pedro Vallín publicó ¡Me cago en Godard! (Arpa), cuyo subtítulo —unido al exabrupto del título— mostraba tanto la agresiva intencionalidad de su afán polémico como la actitud desenfadada de su propuesta: Por qué deberías adorar el cine americano (y desconfiar del cine de autor) si eres culto y progre. Ahora, Vicente Monroy (Toledo, 1989) ha publicado Contra la cinefilia (Clave Intelectual), que lleva por subtítulo Historia de un romance exagerado. Son dos libros completamente distintos, ni comparables ni equiparables, escritos con muy diferente tono y desde posiciones ideológicas opuestas. Pero ambos buscan “matar al padre”, arremeter contra el discurso dominante en las generaciones de críticos precedentes, a las que —mediante la elección de diferentes objetos de reproche— terminan por censurar su elitismo y su desapego de la realidad, sea ésta la realidad del cine (Vallín) o sea la realidad de la vida, la realidad política y social que nos interpela (Monroy). Estos dos libros -tan diversos entre sí, insisto- tienen en común algo muy interesante: son ensayos especulativos, accesibles y con impronta literaria —también dispar— que pretenden generar reflexión y debate. Buscan un público lector que los discuta y reaccione y lo han obtenido. El urticante libro de Vallín alcanzó pronto una segunda edición, y Contra la cinefilia ha vuelto a ser impreso a las pocas semanas de salir, cosa nada habitual.
¿En qué consiste la cinefilia de la que habla Monroy? El cinéfilo al que Monroy acaba dando un repaso no es quien ama el cine y ve películas con frecuencia. Tampoco es esa especie de friki y mitómano caricaturesco que se sabe de memoria la vida de los cineastas y los milagros de las películas. El cinéfilo del que habla Monroy es “un espectador que organiza la propia vida alrededor de las películas. No se conforma con amar el cine, sino que lo convierte en su 'manera de ser'”. Desde este punto, no falta mucho para llegar a la condición de “hijo del cine” enunciada por Serge Daney -que Monroy recoge-, es decir, de “ciné-fils”, donde la filiación es más constituyente que la filia.
Romance exagerado, dice Monroy, y es la exageración, más que el amor, lo que el autor cuestiona como confeso excinéfilo. El cinéfilo hostigado por Monroy es quien reparte las credenciales del buen o mal cine; quien augura la muerte del séptimo arte por su presunto deterioro; quien vive su pasión con rasgos enfermizos e hipocondríacos; quien confunde el mundo con las películas y no vive en el mundo sino, con devoción y beatería, en el interior de las pantallas; quien se aísla de la realidad para encontrar en las salas su refugio y el éxtasis de su narcisismo; quien suple las carencias de su vida con los encantos de las imágenes; quien atesora detalles de las películas que nadie más ve; quien acepta y anhela ser hipnotizado y arrebatado de la vida real, que sólo concibe como vivible si se parece a la de las películas; quien, no contento con comprender el lenguaje formal del cine, implementa una moral estricta y dogmática sobre lo que es o no es admisible en la narrativa cinematográfica; quien, en connivencia con sus semejantes, ha construido una historia del cine a la medida de los autores que tanto ama; quien, en honor del “espíritu del cine” ha llegado a disculpar las actuaciones personales de ciertos cineastas y se identifica con la mirada que siempre porta el protagonista masculino y que hace de la mujer su objeto o, en fin, quien ahora se siente expulsado de un ideal paradisíaco al constatar los nuevos rumbos de la producción y del consumo —que no contemplación— de imágenes.
Estos son algunos de los rasgos de la patología cinéfila que Monroy analiza y que le permiten, explorando su contexto, contemplar algunos hitos y demarcaciones de la historia del cine. Y lo hace con una escritura brillante y de línea clara, propensa al hallazgo de condensadoras frases felices y, con el auxilio, en oportunas citas, de voces pertinentes —de Bazin a Sontag, pasando por Rohmer— que han pensado sobre el cine. El lector cinéfilo encuentra en Contra la cinefilia motivos más que suficientes para recapacitar, identificarse, asentir, discrepar y enojarse.