La crisis económica, social y religiosa que vivió Europa en el siglo XV, tras el seísmo que provocaron la Peste Negra y el Cisma de Occidente, llevaron a la Cristiandad a creer que el demonio andaba literalmente sobre la faz de la tierra seduciendo a mortales para dominar el mundo. Los supuestos súbditos de Satanás se convirtieron en el principal enemigo de la Inquisición y hasta el siglo XVII cientos de miles de inocentes, en su gran mayoría mujeres, fueron condenados a la hoguera por delito de brujería.
El cine se ha acercado en multitud de ocasiones a este episodio, uno de los más oscuros de la historia, a veces potenciando su lado fantástico –la reciente La bruja (Robert Eggers, 2015) sería un buen ejemplo–, pero en Akelarre, que llega este viernes a las salas tras pasar por San Sebastián, el argentino Pablo Agüero (Mendoza, 1977) prefiere hacer un alegato contra la represión y el pensamiento único.
La película arranca en 1606, cuando el juez Rostegui (un desatado Álex Brendemühl) llega a un pueblo de la costa del País Vasco en el que todos los hombres se encuentran faenando en el mar. Seis humildes jóvenes del lugar son arrestadas y encerradas en un granero. Poco después, descubren que han sido acusadas de brujería. Tras sufrir torturas, Ana (Amaia Aberasturi), cual Sherezade, decide confesar para ganar tiempo y se inventa su propio relato sobre el sabbat, el ritual de adoración al diablo.
Un pueblo orgulloso
“La singularidad del País Vasco acentuaba lo que sucedió en toda Europa”, explica Agüero a El Cultural, que se basó en las memorias del inquisidor Pierre de Lancre para desarrollar un proyecto en el que ha estado trabajando diez años. “Ya por entonces era un pueblo orgulloso y matriarcal, que hablaba un idioma que al foráneo le parecía demoníaco…”.
Con producción mayoritariamente española, pero también francesa y argentina, y un equipo integrado casi en su totalidad por profesionales vascos (destaca la fotografía de Javi Agirre Erauso, ganador del Goya por Handia), el filme seduce en un primer momento por su apartado visual, en el que encontramos desde planos que recuerdan al Terrence Malick más místico hasta imágenes de un potente pictoricismo. “Trabajo de una manera muy orgánica, para mí no hay diferencia entre fotografía, decorado o actuación”, asegura el director. “Concibo un decorado en el que ya están las fuentes de luz y, a partir de ahí, las reglas del juego entre cámaras y personajes van construyendo la estética. Así se genera algo que, de una manera lúdica, es potente y salvaje visualmente”.
Aunque la película parte de un hecho real, Agüero asegura que no ha querido hacer ni un tratado de historia ni un panfleto político: “Quería evitar todos los clichés del cine de época y acentuar el lado atemporal, casi contemporáneo, del relato, sin caer en el anacronismo. Es decir, sin poner zapatillas Nike como hacía Sofia Coppola en María Antonieta”.
Así, temas como el nacionalismo, el feminismo o la manipulación asoman por las imágenes de Akelarre. “Pero no he buscado reflejar la actualidad sino que fue un periodo histórico en el que se establecieron
parámetros morales y de obediencia que hoy se reproducen”, explica el director de Eva no duerme (2015). “Me parece genial que el filme pueda proporcionar símbolos para que el espectador se apropie de ellos y pueda discutir de la realidad. Alguien la definió como Abascal contra el 8M y me parece que la entendió mejor que yo mismo”.