En cada entrevista que ha realizado para hablar de Tommaso, Abel Ferrara (Nueva York, 1951) ha asegurado que la película no es una autoficción, que el personaje que interpreta Willem Dafoe no es él mismo. Sin embargo, es difícil que el cinéfilo iniciado en la obra y vida del director neoyorquino lo pueda sentir así cuando le otorga al protagonista tantos elementos de su propia realidad: desde su mujer, Cristina Chirac, y su hija Anna, que interpretan a la familia de Tommaso, hasta su propio apartamento en Roma, ciudad en la que Ferrara vive desde hace varios años. También su estatus de ex drogadicto y su profesión de cineasta (incluso anécdotas como la del rodaje frustrado del remake de La dolce vita en Miami, del que ha hablado en alguna ocasión).
Por si fuera poco, el protagonista trabaja en un guion, del que habla en varias ocasiones durante el metraje, que podemos identificar fácilmente como el de Siberia (2020), la película que Ferrara estrenó en la pasada Berlinale y que viene a ser un paseo por su propio subconsciente para saldar cuentas con su tormentoso pasado, sus pecados y demonios. Ambos filmes, por mucho que se esfuerce en rebatirlo, suponen una especie de díptico confesional y testamentario de su propia intimidad. “Pero Tommaso no soy yo”, ha insistido el director. “Nuestro punto de partida es la vida tal como es, aquello que nos es familiar, para alejarnos de ella mejor y para no tener que inventarlo todo. Este arraigo en la realidad nos brinda la oportunidad de explorar diferentes posibilidades, de dar alas a nuestra imaginación. En el momento en el que estoy, el documental y la ficción se mezclan de manera indiscernible”.
La influencia del documental
Ciertamente, el director de tres filmes de culto como El rey de Nueva York (1990), Teniente corrupto (1992) y El funeral (1996), cronista de la perdición del ser humano, lleva años siendo más prolífico como documentalista que como autor de ficción. Ahí están Chelsea on the Rocks (2008), Napoli, Napoli, Napoli (2009), Piazza Vitorio (2017), Alive in France (2017) o el reciente Sportin’ Life (2020), rodado durante la pandemia y estrenado en Venecia. Pero, tras abandonar Nueva York y asentarse en Roma, también ha ido ampliando su filmografía de ficción con proyectos de financiación europea y bajo presupuesto. Primero, con la caleidoscópica y onírica Pasolini (2014), prolífico y transgresor cineasta con el que Ferrara guarda tantas similitudes, y ahora con Tommaso.
En esta última película se puede sentir como la puesta en escena está marcada por los experimentos de Ferrara con la no ficción, con imágenes de corte naturalista y urgente (capturadas por el director de fotografía Peter Zeitlinger, habitual colaborador de Werner Herzog), de iluminación natural, como si estuviéramos ante una homemovie. Sin embargo, los movimientos de cámara, cargados de intención, y la utilización del contraste como recurso expresivo elevan la propuesta y ayudan a definir el mundo interior del protagonista. También se percibe cierta querencia por la improvisación de los intérpretes, actores no profesionales en casi todos los casos. “Esas personas son en su mayoría lo que son en mi vida, pero también son actores: el filme se sitúa en la fina línea que separa la realidad de la actuación. Teníamos un guion, pero lo que es real y lo que no lo es, lo que hace un actor o no hace, lo que se recita o lo que se improvisa, todo ello es el meollo mismo de la cinta”, asegura el director.
Si Ferrara trata de hacernos ver que el protagonista de este filme no es exactamente él (y, siendo justos, tendríamos que aceptar que hay mucho de Willem Dafoe en el personaje), al menos sí que parece que ha querido exorcizar sus demonios ante su aparentemente idílica senectud en Roma. Cuando arranca la película, Tommaso lleva seis años sin consumir drogas y eso le ha permitido establecer una vida cómoda marcada por la rutina: estudia italiano, medita, imparte clases de interpretación, se desahoga en reuniones de Alcohólicos Anónimos y trabaja en el guion de su nueva película. Su mujer, Nikki, se dedica a criar a la pequeña DeeDee y todo parece en perfecto orden.
Sin embargo, asistimos a una fractura en la relación cuando una escena de sexo en mitad de la noche es interrumpida por la niña, desvelada, que llama a su madre. Tommaso se queda solo en el sofá, abandonado, y la frustración le asalta. En realidad, el núcleo familiar pende de un hilo y el personaje vive al borde del precipicio, como nos dejará claro el filme a medida que avanza, instalándose por momentos en la cabeza del protagonista con varias secuencias de naturaleza onírica. Entre los principales temas que esbozan estas digresiones se encuentran los celos y la inseguridad en una relación de pareja marcada por la diferencia de edad, la paternidad y sus desvelos, la muerte y el deseo como las dos caras de la misma moneda y el abismo de la adicción y la crisis creativa. Tommaso es un hombre roto empeñado en recomponer las piezas de sí mismo tras una vida en el filo de la navaja. Pero nada encaja como debería.
Tierno y frágil
Willem Dafoe nos tiene acostumbrados a brillar allí donde coloque su castigado rostro, y en Tommaso alcanza la altura de su leyenda. Su presencia irradia por momentos ternura, casi siempre fragilidad y a veces se percibe en su mirada una voluntad de autodestrucción que será la que tome el protagonismo hacia el final, con una secuencia que homenajea a La última tentación de Cristo (Martin Scorsese, 1988). En cualquier caso, la película de Ferrara es un juego de espejos sincero, místico y catártico que demuestra la madurez y relevancia de un director que ya no hace concesiones, ni a la industria ni al público. Si es que las hizo en algún momento.