No es habitual en los últimos años ver una película de Abel Ferrara en sección a concurso. La extrañeza, radicalidad, de sus últimas propuestas han marginalizado al autor de Teniente corrupto a secciones especiales enterradas en el grueso de la programación de los grandes festivales. No es que Siberia sea menos heterodoxa, incluso es más impenetrable que Pasolini, Piazza Vittorio o Tommaso, pero hay algo en esta película, un espíritu lúgubre y confesional, que se nos antoja más que relevante en su admirable filmografía.
Es posiblemente su filme de intenciones más abstractas y, si queremos, espirituales, pues narra con lógica demente lo que entendemos por un tránsito postmortem al purgatorio blanco de un paisaje nevado que, también si queremos, podemos asociar al infierno que atravesó Dante en busca de su alma. En cuevas, sótanos y escenarios sombríos de un inframundo conceptual, el protagonista, Clint (interpretado por Willem Dafoe como evidente alter-ego de Ferrara, como ha venido haciendo en la última década), salda cuentas con su tormentoso pasado, sus pecados y demonios. Es una película espectral que convoca los fantasmas en la conciencia de este irreductible, insobornable cineasta que se acerca a los setenta años de edad en un estado creativo enfebrecido.
Podemos entender la película como si Ferrara hubiera hecho sus Fresas salvajes, aquella memorable recapitulación bergmaniana de un anciano enfrentado psicológicamente al vacío de su vida. Clint convoca su infancia, se enfrenta a la madre de sus hijos, discute con su padre y pide perdón a su madre, pone en escena con perturbación su paseo narcisista y egoísta por la vida, sus múltiples derrotas existenciales. Se abisma en sus demonios. No es gratuita la mención a Bergman, pues el juego psicológico que mantiene con el espectador, forzando el desconcierto con desvíos narrativos y golpes de montaje que nos sumergen en la mente culpable y los recuerdos de Clint, nos trasladan a la gramática del trauma del cineasta sueco. Asimismo, la relevancia de los paisajes y el entorno que rodea al personaje, como metáforas pregnantes de un estado del alma, nos invita a rastrear las esencias de Antonioni en las nuevas imágenes, extraordinariamente estilizadas, del cineasta del Bronx. Y hasta identificamos algún guiño jocoso (que no parece involuntario) al Anticristo de Lars Von Trier, que también protagonizó Dafoe.
Se trata de un filme tan excesivo y probablemente fallido que está condenado al silencio de las salas comerciales, pero su interés mórbido, su transparente expresión de la culpa y el arrepentimiento humanos, su genuina honestidad, no deja de fascinar a este cronista. ¿Al fin y al cabo que buscamos en el arte si no son trazos de verdad? “El arte es aquello por lo que la forma se vuelve humana”, nos explicó a Godard.
Etnólogo al servicio del corazón humano y sus tempestades, el gran Phillippe Garrel compite también en esta Berlinale con una de sus obras más precisas y afinadas. La sal de las lágrimas narra los amoríos de Luc (Logann Antuofermo), un joven Casanova en nuestro mundo, un aprendiz de carpintero de provincias que busca el placer y el amor entre su pueblo y la gran ciudad, al ser admitido en una prestigiosa escuela parisina. Colma así el sueño de su anciano padre, que le transmitió el oficio de ebanista, y con quien mantiene una relación de armonía, comprensión y amor mutuo, sin duda la más bella del filme. En las tres relaciones con distintas jóvenes que mantiene a lo largo del relato, asistimos a la educación sentimental de Luc, el modo en que va dejando un pedazo de sí mismo en cada una de esas mujeres, y cómo lidia con el placer, la esperanza, la nostalgia y el dolor, hasta un magnífico final que marca abruptamente la catarsis de un proceso de maduración. El amor va diseminando sus heridas por la película sin necesidad de hacer hincapié en ello. Un plano más largo de lo habitual, un gesto, una mirada, un sutil corte musical son suficientes. El proceso de enamoramiento de Luc con el tercero de sus romances, por ejemplo, es un baile filmado con temblor y distancia sumamente elocuente. Las interpretaciones del debutante Antuofermo y las actrices Oulaya Amamra, Souheila Yacoub y Louis Chevillote marcan los latidos de la película, enriquecen su elocuencia.
Como es habitual en el veterano autor de Los amantes regulares, su perpetua búsqueda de la belleza bajo la luz de Jean Eustache está filmada en blanco y negro, que dota de una melancolía extemporánea a su aproximación realista a la historia. De hecho, en las relaciones contemporáneas que retrata no hay cabida para mensajes por WhatsApp. Los encuentros son físicos, las conversaciones obedecen a la gramática del plano y el contraplano, los cuerpos bellos pasean su desnudez sin complejos. Huyendo de sentimentalismos, se trata de una crónica de hechos consumados, un cuento que lidia con los sentimientos y su moral, incluso una fábula que de cuando en cuando presta un narrador literario a su historia. Que las herramientas y su estructura no parezcan convencionales no significa que no sea una película alimentada de clasicismo. Sin necesidad de explicar psicológicamente ni juzgar el comportamiento narcisista de su protagonista, a veces cruel por su indiferencia al dolor ajeno, La sal de las lágrimas nos conmueve por su verdad irreductible, por sus inesperadas formas de emoción, como lo hacen acaso las películas de Hong Sang-soo. El francés y el coreano parecen pertenecer a mismo linaje de cineastas que no se han extraviado, más bien al contrario, en sus respectivas búsquedas del amor.