Juan Rodrigáñez es un personaje peculiar de la cinematografía española, director experimental y artista multidisciplinar que concibe sus peculiares películas más como un work in progress que se desarrolla durante el propio rodaje que tal y como las entendemos de manera convencional. En 2015 debutó en la sección Forum del Festival de Berlín con El complejo del dinero, en la que reflejaba un encuentro de amigos ansiosos por salir de las estrecheces y recuperar su condición de burgueses. Ahora, en Derechos del hombre repite con el mismo elenco para realizar un experimento parecido aunque en un contexto muy distinto porque si los personajes de aquel filme pertenecían a una decadente burguesía que soñaba con recuperar el esplendor perdido, aquí son directamente artistas de circo muy pobres sin mayor pretensión que la de “seguir tirando” para poder entregarse de lleno a su arte.
Cuenta el propio Rodrigáñez que sus películas no tienen un guión previo escrito sino que se van configurando a medida que avanza el propio rodaje de manera que “cuando se descubre la película que teníamos que hacer, llega el momento de recoger el material y volver a casa”. De esta manera, sus filmes se parecen al teatro del absurdo al plantear escenas cotidianas marcadas por el surrealismo donde los personajes da la impresión de que liberan sus instintos más ocultos no solo como si no hubiera cámara filmándolos sino como si nadie pudiera verlos. En este caso, los protagonistas son los miembros de un circo dadaísta instalados junto a su carpa en un pueblo de Castilla que en vez de dedicarse a ensayar su nuevo espectáculo se pasan horas discutiendo sobre su propio significado.
Derechos del hombre parte de una estructura convencional, el ensayo de una obra, para hurtar la catarsis final, el estreno de la misma, en un filme sobre el proceso de creación (y sus muchos callejones sin salida) en el que la “pureza artística” de los valores de la troupe se convierte en una especie de movimiento de resistencia artística, como si fueran los fervientes defensores de una religión antigua. Hace no tantos años, los artistas ricos no existían o apenas los había, y la película en parte recuerda a esas Escenas de la vida bohemia que escribió Henry Murger (inspiración para la ópera Boheme de Puccini) sobre los artistas parisinos del siglo XIX, a los que no les importaba cenar si a cambio podían pasarse el día perfeccionando un verso. Acostumbrados como estamos al “artista estrella” que propagan los medios de comunicación y la maquinaria mediático-publicitaria, hay algo decididamente romántico y encantador en estos artistas incorruptibles dispuestos a sacrificarlo todo por su vocación.