Longa noite, la nueva película del realizador gallego Eloy Enciso (Miera, 1975), nos sumerge en el clima de desconfianza y de amargura que se vivió en España durante la posguerra. El director sitúa en el centro del relato a Anxo (interpretado por el artista plástico Misha Bies Golas), uno de tantos perdedores del conflicto, que regresa inesperadamente a su casa en el interior de Galicia desde un origen desconocido y hacia un futuro incierto. En su particular odisea hacía la “larga noche” del título, que sirve como metáfora del franquismo, se cruza con una serie de personajes, vencedores y vencidos, que reflejan los fantasmas de un país moribundo y espectral: un comerciante de ideas liberales que va a emigrar a América, una viuda descreída de la política y cansada de la guerra que solo quiere que la dejen en paz, un alcalde populista, una mujer que se salvó in extremis de ser fusilada, un hombre que fue molido a palos en la cárcel...
Enciso construye cada uno de estos personajes valiéndose de textos de autores que se marcharon al exilio durante la Guerra Civil, como Max Aub, Luis Seoane o Ramón de Valenzuela, o que vivieron el exilio interior como Alfonso Sastre. Y también a partir de memorias y cartas de los perdedores de la contienda, ya fueran presos o ciudadanos normales que tuvieron que reintegrarse a marchas forzadas en la sociedad. Asegura el director que su idea, sin embargo, era hacer una película sobre nuestras crisis recientes. “Leí mucho sobre la Transición porque pensaba que en ese periodo hallaría los orígenes del problema”, confesaba el director a El Cultural a su paso por Locarno, donde compitió en la sección oficial, al igual que en el Festival de Sevilla. “De ahí fui retrocediendo hasta encontrarme con autores de los años 40 y me di cuenta de que la manera de hablar de sus personajes o lo que se contaba en las memorias que iba leyendo, tenía mucho más que ver conmigo, me parecía mucho más contemporáneo, que todo cuanto había leído sobre la Transición o incluso que aquello que me encontraba en textos del presente. Y eso conecta directamente con esa idea que repite mucho Jean-Marie Straub de que hacer la revolución es traer al presente cosas viejas pero olvidadas”.
La palabra es el elemento primordial sobre el que el director ha reconstruido aquel tiempo en Longa noite. En busca de la emoción, Enciso desecha el camino fácil (la dramatización de los textos) y apuesta por el estatismo de la cámara, por la ausencia de música y por el hieratismo de actores no profesionales o amateurs. El resultado no solo recuerda a Straub y Danièle Huillet sino también al director alemán Werner Herzog o al portugués Pedro Costa. “La idea es que el espectador sea consciente del lenguaje, casi como sucede en la poesía: el objetivo de un poema no es que lo leas y no te des cuenta de qué palabras se han usado, cada sílaba tiene que tener un peso, una fuerza”, asegura el director.
Atmósfera tenebrosa
Lejos de las visiones más conservadoras que este mismo año han pergeñado de aquel tiempo Alejandro Amenábar en Mientras dure la guerra y Jon Garaño, Jose Mari Goenaga y Aitor Arregi en La trinchera infinita, la estimulante propuesta de Enciso nos inserta en la posguerra no a través de la reconstrucción historicista sino impregnando cada fotograma de una atmósfera tenebrosa por la que supura el terror y la ignominia. La película, en este sentido, se puede entender como un tratado sobre el miedo, sentimiento que articula tanto la puesta en escena como la frase que cala más hondo de todas cuantas contiene. “Una cosa es el miedo a algo, a una bala perdida o a unos soldados que se te pueden cruzar, y otra distinta es el miedo de siempre, que está ahí, detrás de todo”, asegura uno de los personajes, el antiguo combatiente republicano, haciendo suyo un fragmento de Los Pichiciegos del argentino Rodolfo Fogwill.
Estructurada en tres partes, la película tiene un escueto hilo argumental: la llegada de Anxo a su pueblo, donde no es bien recibido, que se sostiene a través de diálogos; su travesía en barca más allá de la frontera para entregar una carta a una mujer, en la que presenciamos largas confesiones íntimas relacionadas con la guerra de algunos personajes, y su inmersión en un bosque por el que deambula en una noche infinita mientras una voz en off lee cartas de represaliados. Es un viaje de la luz a la oscuridad que lentamente va acercándose a apuestas estéticas heterodoxas como la del cineasta tailandés Apichatpong Weerasethakul, y que, en su último tercio, relaciona de una manera casi mágica la naturaleza y la memoria.
Película simbólica (atiendan a la partida de mus, representación perfecta de la desconfianza reinante), la espectral fotografía de Mauro Herce consigue borrar las fronteras del tiempo y el espacio, construyendo una especie de limbo en el que el director parece querer decirnos que estamos todavía inmersos. Es también Herce quien conecta este filme con la otra gran película gallega del año, Lo que arde, de Oliver Laxe, en la que asimismo se encarga de la fotografía. Ambas (a las que habría que añadir Trinta Lumes, de Diana Toucedo) suponen la entrada de lo que se llamó el Nuevo Cine Gallego en una nueva era de madurez donde, a pesar de ofrecer propuestas singulares, los autores parecen ya capacitados para interesar a un mayor número de espectadores.