Gonzalo-Suarez

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Cine

Gonzalo Suárez: matar la literatura

El Curso de Verano “Gonzalo Suárez: un combate contra el realismo” arrancó ayer en El Escorial con una retrospectiva sobre sus primeras películas

2 julio, 2019 10:59

En la primera escena del primer largometraje de Gonzalo Suárez, Ditirambo, muere un escritor. “Es como si el cine de Suárez necesitara, desde el primer momento, matar la literatura”, apuntaba ayer el crítico Carlos Reviriego en su conferencia “El cine del instinto (1966-1973)”. El escritor y periodista Manuel Hidalgo, director de las jornadas sobre la obra de Suárez (Oviedo, 1934), se aproximaba en la misma línea al criterio del cineasta. Según Hidalgo, el director de Remando al viento (1987) “siempre ha negado esas grandes diferencias entre literatura y cine”, las dos disciplinas que ha conjugado como nadie a lo largo de su trayectoria.

El director del curso “Combate contra el realismo”, que se inauguró ayer en la Casa de la Cultura de San Lorenzo de El Escorial y se prolongará hasta el próximo viernes, elaboró una suerte de “Diccionario Suárez” con las palabras clave que “amueblan” el universo del cineasta como punto de partida para recorrer su obra. De la A hasta la Z, Hidalgo puso el foco sobre términos imprescindibles a la hora de referirse al director. Entre tantos se incluye, por orden alfabético, “aventura” como concepto inherente a su condición, tanto en el plano de la escritura como en el de la realización. El “espejo”, no para mirarse sino para ver qué hay detrás”, es otra constante en su poética; “Girard” sería el seudónimo-personaje que inventa para firmar sus primeros artículos y crónicas; y el “humor” como actitud vital es otro de los factores que marca su obra.

“Nada mejor que un diccionario, el libro que contiene todas las palabras, para aproximarse a un asunto como el que nos concierne”, arguyó Hidalgo para admitir después que el universo Suárez es mucho más desordenado y complejo que la estructura alfabética. La singular propuesta introductoria del director no dejó indiferentes a los alumnos del curso, que ya se preparaban para profundizar en aquel imaginario tan sugerente. Era el turno de que Reviriego desgranara las características de las primeras obras del cineasta, marcado por la influencia de personalidades tan importantes como Sam Peckinpah o Julio Cortázar, que supieron ver en él un espíritu de renovación prácticamente insólito.

Suárez destaca por una voluntad rupturista desde sus primeras aproximaciones al cine. “Reflexiona sobre cada paso, pero al mismo tiempo camina con mucha determinación hacia esa explosión modernista” que ha marcado su trayectoria, dice Reviriego. Si el cine en estos años, los últimos de la dictadura franquista, se debatía entre la tradición y la vanguardia, lo posible y lo utópico; Suárez siempre se decantó por las segundas alternativas. Así, su cine se perdía entre las nociones del juego -las experimentaciones lúdicas son una constante en su obra- y el caos: “Confía en extraer grandes momentos a partir de un desorden voluntario, invitando incluso a los actores a que se desinhiban en la escena”, revelaba el crítico.

Llegar a la realidad a partir de la ficción

Pero había que comer. En sus primeros pasos arriesgó con películas que no conseguían conectar con el público y, a veces, ni tan siquiera con la crítica. El nivel de exigencia de El extraño caso del Doctor Fausto (1969), en la que filma un sueño utópico -el mundo de los sueños es otra de sus principales recurrencias- o Aoom (1970) -título que sugiere el sonido que produce el vacío- lo dejaban en una posición desfavorable, por lo que hubo de sucumbir a encargos comerciales para que sus películas dejaran de pasar desapercibidas. La adaptación de un realista como Clarín en La Regenta (1975) contrastaba con la ética que, como un mantra, se repitió desde el primer momento: “Partir de la ficción para acercarse a la realidad” y no lo contrario, que era la norma imperante.

Lo cierto es que, a pesar de trabajos que remiten al cine institucional como Morbo (1971) y Al diablo con amor (1972), en los que utilizó a Ana Belén y Víctor Manuel como pareja protagonista, o la adaptación para televisión de Los Pazos de Ulloa (1985), de Emilia Pardo Bazán, Suárez nunca renunciará a su propio lenguaje cinematográfico. Su modo de insubordinación contra las formas narrativas convencionales, muy propensas al realismo en aquella época, consistía en invocar a la imaginación y la fantasía. Para el director de Parranda (1977), la utilidad del cine y la literatura reside en su capacidad para ser una alternativa a la realidad. “No me gustan los libros o las películas que pretenden ser como la vida misma”, advertía hace poco menos de dos meses para El Cultural.

El crítico Mirito Torreiro fue el encargado de cerrar la primera jornada del curso con una conferencia acerca de la Escuela de Barcelona, que “no existió físicamente -no hubo aulas, alumnos ni profesores- y, en cambio, sí existió la etiqueta y la identificación”. A finales de los 60, Suárez eligió la ciudad condal como destino de formación en unos años imprescindibles para construir su personalidad creadora. La gauche divine, término acuñado con sorna para referirse a los “hijos díscolos de la élite cultural franquista”, se presentaba como la alternativa al “Nuevo cine español” -realista- que se hacía desde Madrid.

Más que por afinidades ideológicas o estéticas, el director de La loba y la paloma (1973) se unió a esta corriente por su atractivo bohemio y cosmopolita. La aventura duró hasta que el Régimen cesó al aperturista José María García Escudero, director general de Cinematografía y Teatro desde 1962 a 1967. Después, sólo algunos cineastas como Vicente Aranda, Jordi Grau o el propio Suárez continuaron su andadura en la profesión. Hasta el viernes se prolonga la del Curso de Verano dedicado a la figura del genuino Gonzalo Suárez. Los alumnos ya esperan su literatura y las películas que lo han consagrado como un director de cine irrepetible.

@JaimeCedilloMar