Ken Loach, que visita Cannes desde que Black Jack se alzó con el Premio Fipresci en 1979, es de los pocos cineastas galardonados con dos Palmas de Oro a lo largo de su carrera. Son siete en total, incluidos los hermanos Dardenne, que vuelven a competir en esta edición, y no cuentan doble. El británico lleva un tiempo amenazando con retirarse, pero los aplausos (moderados) en el pase de prensa apoyan su perseverancia, y su posible aspiración a hacerse con el triplete. Loach sigue cargando contra ese sistema que podría haber evolucionado a peor, aunque Sorry We Missed You no representa un giro extremadamente significativo en su filmografía, si no es porque trata de analizar los efectos de una empresa, en este caso de paquetería, en régimen de economía colaborativa.
El padre de familia interpretado por Kris Hitchen, que aspira a progresar tras sobrevivir la crisis, va a ser “su propio jefe”, sin contrato de por medio, pero se verá obligado a alquilar la furgoneta a la empresa, y a asegurar los muy exigentes turnos de reparto marcados por la empresa, mientras es controlado por la costosa maquinita a través de la cual, entre otras muchas prestaciones, el cliente tiene su paquete geolocalizado en todo momento. Lo que quizás no sepa ese mismo cliente es que el transportista se ve obligado a trabajar más horas de la cuenta para asumir el ritmo y la presión de lo que se revela como una nueva forma de explotación, puesta al día gracias a la tecnología. Las prolongadas jornadas laborales, que también afectan a su mujer, cuidadora de ancianos, acabarán destruyendo la unidad familiar. El hijo mayor, con sueños de grafitero, acumula problemas de disciplina en el colegio, mientras que la pequeña vuelve a mearse en la cama, y la vida de pareja acaba dominada por el agotamiento.
A sus 82 años, Ken Loach (y su fiel guionista Paul Laverty) sigue muy atento a las mutaciones del sistema neoliberal, e incide con Sorry We Missed You en temas no poco candentes como son las jornadas de ocho horas, la conciliación laboral y las polémicas en torno a nuevas formas de negocio, o explotación -según se mire-, de empresas tipo Uber, Glovo o Deliveroo. La consabida uberización de la economía. El problema es que no nos cuenta nada de lo que, por desgracia, no estemos sobradamente informados; que insista en el concepto de clase obrera, cuando el precariado es mucho más extenso, y que siga instalado en esa forma de tosco realismo al que nos tiene acostumbrados. Una película sin sorpresas, que satisface tanto a sus fans, como justo lo contrario. No se sabe muy bien qué aporta el filme, sino es remover nuestras conciencias y afilar nuestro sentido del voto. Consuelo no aporta ninguno. Ni estético, ni humano. El balance no puede ser más negro.
Les misérables, de Ladj Ly: Un debutante en la corte de Cannes
Más excitante fue la proyección del nuevo filme de Kleber Mendonça Filho (cofirmada junto a Juliano Dornelles), después de Doña Clara, aquella película en la que la veterana Sonia Braga ejercía de crítica musical retirada en lucha contra las mafias inmobiliarias. Aquí es la médico de un pueblo perdido (en la región desértica de Sertão, al nordeste de Brasil), que hasta desaparece del mapa. Ambientada en un futuro próximo, Bacurau es una suerte de western retrofuturista (rodado en Panavision, como si fuera una película americana de los 70), que remite tanto al pasado cinematográfico (los bandidos del novo cinema de Glauber Rocha) y musical del país (suena Caetano Veloso, y los extraordinarios títulos de crédito se asemejan a los de un LP de culto de los 70), como a su historia, pues en el pueblo imaginario de Bacurau, que apenas tiene una calle, se erige un inesperado Museo de Historia, de donde los irreductibles bacurauenses, que viven en libertad, sacarán las armas para plantar cara al invasor.
Aislados en medio de la nada, también les han cortado los suministros de agua. La película se abre de hecho con una poderosa escena en la que un camión cisterna avanza a todo trapo por una carretera que surca el desierto, atropellando sin contemplaciones ataúdes vacíos, esparcidos por un accidente. Una imagen surreal que sólo es un principio de un largo trip lisérgico alimentado por las pastillas caseras que irá suministrando el santero del pueblo. El enemigo es el grotesco gobernador de la región, el ya clásico político populista que les ha cortado del mapa y ha contratado, se supone, a un comando de implacables mercenarios norteamericanos marca Blackwater, que comanda Udo Kier, en su típico rol de villano de opereta.
Bacurau es, en definitiva, una extravagancia visualmente muy gozosa en la que conviven transexuales, prostitutas, bandidos legendarios y santeros nudistas, entre otros personajes pintorescos. Un Grupo salvaje que, en su climax alcanza una violencia digna de Peckinpah, Leone o John Carpenter (cuyo tema Night está incluido en la ecléctica BSO, que también incluye el True, de Spandau Ballet), con gotitas ácidas de Jodorowsky. Aunque quizás demasiado loca para el gusto de González Iñárritu, una película muy premiable, que se disfraza de distopía para no reconocer que, en su largo proceso de gestación (los directores hablan de una década), el futuro que nos anticipaba se adelantó al estreno del filme. Ese Brasil controlado por drones americanos podría muy bien ser, ahora mismo, el de Jair Bolsonaro.
Tras un notable arranque con la denostada The Dead Don't Die, de Jim Jarmusch, la Sección Oficial compuesta por 21 películas que aspiran a la Palma de Oro, empieza a alzar el vuelo. Y lo mejor está por llegar.