The House That Jack Built

El director danés presenta en Cannes The House That Jack Built, una mirada al espejo plenamente autoconsciente y distanciada de un cineasta irrepetible y auténtico como pocos. Por otro lado, a BlacKkKlansman de Spike Lee le sobran argumentos humanos (y periodísticos) y le falten los estrictamente cinematográficos.

Regresó el danés Lars von Trier a La Croisette tras su expulsión de la gran fiesta del cine hace siete años, cuando presentó Melancolía (2011), y fue declarado por el festival persona non grata después de unas torpes declaraciones en rueda de prensa en las que aseguraba que "entendía a Hitler". Aunque fuera de concurso, regresó también el cineasta transgresor llamado a incomodar a unos y otros, el formalista de la crueldad y la misoginia, el provocador profesional convertido en uno de los autores más innovadores y audaces del cine de nuestro tiempo. The House That Jack Built es la historia de un asesino en serie contada por sí mismo en interlocución con un misterioso y sardónico personaje, las crónicas sangrientas y filosóficas de lo que él llama "incidentes", es decir, asesinatos, y que conforman la estructura episódica del filme. Narcisista como no podía ser menos, es realmente una película inabarcable en un primer visionado, que filma con detalle los procedimientos de distintos "incidentes" homicidas que ha ido cometiendo Jack (Matt Dillon) a lo largo de doce años (sobre todo a mujeres, aunque no faltan niños y hombres), y que culmina con un memorable prólogo en el que Von Trier parece haber volcado el trasunto moral de la propuesta, un descenso a las infiernos que resuelve el filme, como ocurría en Anticristo, en los códigos de la comedia macabra.



La estructura y hasta las formas del filme funcionan a su modo como una réplica de la pulcra Nymphomaniac, alternando la representación del vicio y la truculencia con dialécticas intelectuales que, en este caso, van desde la consideración del asesinato como una de las bellas artes (como Hannibal Lecter, el pianista Glenn Gould ocupa el santoral del monstruo) a guiños visuales a Hitler, Mussolini, Stalin o Mao que dan paso a imágenes entresacadas de la filmografía completa de Von Trier. El contenido explícitamente autorreferencial del filme, como si fuera un ensayo visual de su propio trabajo, no funciona tanto como un trayecto por su obra sino como una justificación de ella para llegar a este lugar, a Cannes, en forma de venganza. Sin embargo, The House That Jack Built carece del impacto y la relevancia de sus grandes películas -pensamos en Rompiendo las olas, en Bailar en la oscuridad, en Dogville-, surcada por injustificables desmayos de intensidad en las dos horas y media de metraje, con más tramos inanes que sorprendentes. Y es que pareciera que a pesar de los fragmentos de contenido snuff con un patito, de la crueldad ejercida sobre mujeres y niños ("las mujeres lo ponen más fácil", dice el asesino), de una cámara frigorífica convertida en una mansión de cadáveres, a estas alturas ya el danés ha perdido buena parte de su capacidad de alterarnos o de ofendernos por pertenecer a la misma cadena evolutiva del homínido que él. Será el síndrome de unos tiempos indiferentes a la dimensión demoníaca de la naturaleza humana.



Como toda creación que surge de una mente evidentemente torturada y retorcida, cabe valorar este nuevo ataque del danés a las finas sensibilidades desde el alcance de su honestidad, que no podemos en duda. ¿Es el psicokiller creativo de Matt Dillon un alter ego del demiurgo y analista del Mal con que Von Trier ha ido esculpiendo su lugar en el arte contemporáneo? ¿Representa el personaje de Bruno Ganz la voz de su conciencia con la que justifica intelectualmente cada uno de sus gestos de la infamia? ¿Entenderemos The House That Jack Built como el Ocho y medio del danés en la misma medida en que El hilo invisible lo es para Paul Thomas Anderson? Son quizá las preguntas más interesantes que a estas alturas puedo encontrar para interpelar a esta película, que sin haber provocado lo que seguramente buscaba (aunque en el pase de gala hubo abandonos y clamores indignados), sí al menos nos revela una mirada al espejo plenamente autoconsciente y distanciada de un cineasta irrepetible y auténtico como pocos. El autorretrato enfermizo que todo creador atormentado termina pintando de sí mismo. Eso nos llevamos. Y la imagen del niño cortando con alicates el pie de un patito para devolverle después al agua consumido de dolor. Con este regreso, ¿se sentirá el danés como ese patito feo en las aguas del cine contemporáneo? Como un chiste, vamos.



BlacKkKlansman

Si el epílogo de Von Trier puede redimir la película, no deja de ser curioso que el de la última película de Spike Lee, BlacKkKlansman, sea al mismo tiempo su gloria y su condena. Por un lado, su impacto es inmediato al hacer explícito y situar en nuestro tiempo la tragedia y la denuncia de un gobierno americano cómplice con el segregacionismo racial que toda la película, situada a principios de los setenta, ha ido transmitiendo. Por otro lado, envejecerá inevitablemente el filme en cuanto pasen unos pocos años, pues echar mano de imágenes de noticiarios acota inevitablemente el espectro histórico al que hace referencia. No hacía falta, por más que su impacto y eficacia sean indudables, pero en ese epílogo es donde el militante se impone al cineasta, de talento indiscutible, que es Spike Lee. El autor de Haz lo que debas, con la que compitió ya en Cannes hace treinta años, no en vano ha hecho una película que nace de la indignación, el activismo político y acaso el miedo al resurgimiento del Ku Klux Klan en un país liderado por Donald Trump, cuyo personaje acólito en la ficción, el presidente de la "organización" racista y criminal, repite los mismos eslóganes que el presidente electo: "America First". Esta película quedará como la respuesta enojada y demoledora a las infamias racistas de Trump, que ha hecho resurgir con fuerza el poder de la América blanca en las instituciones y la sociedad norteamericana. Como Haz lo que debas, es también una llamada al movimiento y la acción.



La dinámica de BlacKkKlansman es la de la confrontación. Argumento, estructura y montaje están articulados para traducir visualmente en todo momento un discurso del enfrentamiento entre las partes (la América blanca y la América negra) que, en todo caso, no renuncia a la conciliación y el trabajo conjunto para deslegitimar (denunciar y derrotar) la xenofobia. Y lo hace en gran medida a través de la comedia, que se mantiene más bien en un nivel medio (caricaturizando a los rednecks), al igual que la escalada dramática de un argumento magnífico cuyo desarrollo desafortunadamente no está a la altura de su planteamiento. Basada en las memorias de Ron Stallworth (John David Washington), el primer policía afroamericano de Colorado Springs, que consiguió infiltrarse en el Ku Klux Klan con la complicidad de su compañero blanco y judío (interpretado por Adam Driver), la nueva ficción de Spike Lee juega la baza del entretenimiento ligero mediante una trama de máscaras y suplantaciones que, al mismo tiempo, desarrolla un potente discurso contrapropagandístico frente a la historia oficial, esa que también nos ha contado el cine, como el director se encarga de recordarnos con la inserción de bochornosos fragmentos de Lo que el viento se llevó y El nacimiento de una nación, en contraste con las producciones blaxpoitation de los setenta. Lástima que al grito de guerra le sobren argumentos humanos (y periodísticos) y le falten los estrictamente cinematográficos.



Han Solo: Una historia de Star Wars

Uno quedó convencido con la secuela tardía de Tron que el CGI ya tenía argumentos tecnológicos para rejuvenecer el rostro de cualquier actor, como vaticinaba Ari Folman en The Congress, y garantizar así la verosimiltud facial de los liftings digitales. Si las franquicias Star Wars han venido aplicándose severamente como campo de pruebas de la animación virtual, la nueva entrega que se ha presentado en Cannes, Han Solo: Una historia de Star Wars, tenía hasta la justificación poética de hacer lo propio con Harrison Ford, al igual que se hizo con Jeff Bridges, pues al menos para este cronista que creció con el personaje más empático de las guerras galácticas siempre fue y será Ford. No es el caso y lo cierto es que Alden Ehrenreich no es el mayor problema de esta nueva entrega o spin off de la saga, dirigida en piloto automático por el astuto funcionario de los estudios Ron Howard. El nuevo Han Solo puede dar el pego aunque el componente cómico y canalla no está ni de lejos donde estaba. Peor se salda el rejuvenicimiento de Lando Carlissian en un Donald Glover que preferimos siempre recordar como el Troy de Community, el genial creador de Atlanta y hasta el rapero Childish Gambino.



Lo prometido se satisface y asistimos a cómo el contrabandista galáctico se forjó como outlaw antes de sumarse a la rebelión contra el Imperio y perecer bajo el sable de su hijo oscuro, también cómo conoció a Chewbacca (con sorpresa incluida) y se aventuró, bajo los códigos del western, en los negocios clandestinos y las traiciones por la espalda de la marginalidad estelar. También cómo le ganó el Halcón Milenario a Lando en una partida de póquer. Incluso las cicatrices que pudo dejarle en su corazón cínico una historia de desamor primaria con el nuevo personaje interpretado por Emilia Clarke. Action movie de los pies a la cabeza, con poco espacio para la reflexión y demasiada confianza en el respaldo de las precedentes (como película aislada, sin el eco de sus madres, directamente no funciona), Han Solo: Una historia de Star Wars es un juguete ligero incluso al lado de Rogue One, que al menos conquistaba su autosuficiencia como cine de aventuras genuino. El villano de la función, encarnado por Paul Betanny, tiene más presencia que esencia, y hay un androide feminista que se lleva los mejores gags del espectáculo y para dar lugar a la secuencia más valiosa, servida por una rebelión robótica y de wookies, de este entretenimiento enroscado en su propia mitología, casi hasta el punto de devorarla.



@carlosreviriego