Lars Von Trier en la presentación de Melancholia en Cannes. Foto: AFP
El 'Apocalipsis' de Lars Von Trier es a su modo una película anti-apocalíptica. Representa lo opuesto al modo en que el cine suele imaginar y filmar un hipotético escenario del fin del mundo. En lugar de masas y multitudes, Von Trier trabaja con pocos personajes, a los que encierra en un lujoso castillo rodeado por un campo de golf. Melancholia no es tanto un filme sobre el fin del mundo como una representación cinematográfica de la depresión. Centra su historia en dos hermanas, Justinne (Kirsten Dunst) y Claire (Charlotte Gainsbourgh), y en cómo ambas se enfrentan de manera opuesta a la destrucción del planeta: con resignación la primera, con frustración la segunda. Dividido en dos episodios, el filme dedica cada uno de ellos a ambas hermanas. El primero es el relato de la lujosa y desastrosa boda de Justinne, joven publicista a quien no parece faltar de nada en la vida, pero que atraviesa una profunda depresión. El segundo se centra en el día final, después de la celebración, en los (plomizos) compases de espera previos a la desaparición del planeta.Melancholia es un filme-concepto que por encima de todo se propone contagiar un estado del alma, el que embarga a Justinne y, presuponemos, comparte el director con su ya conocida visión pesimista del mundo y de la humanidad. Von Trier quiere empapar la película del sentimiento de pasividad, pérdida y pesadumbre de su protagonista, transmitir ese vacío al espectador, abrumarle con el final de las cosas, y todo ello tomando como base pictórica la negrura y desolación del romanticismo alemán. Una cosa son las intenciones y otra muy distinta los resultados. El desafecto y la distancia con que el autor de Dogville pone en forma su ocurrencia deviene al cabo en un filme tan gris como tibio, tan transparente como inofensivo. Su nihilismo invita a la indiferencia. El único personaje que muestra algo de esperanza (interpretado por Kiefer Surtherland) es el primero en desaparecer. Si bien todos están muertos ya desde el prólogo que, como ocurría con la execrable Anticristo, agota en cinco minutos las mejores imágenes de la película: postales románticas desde el fin del mundo, de una plasticidad abrasiva, mientras la Tierra colisiona con un planeta diez veces más grande. Sabremos después que el planeta se llama Melancholia y que no sabíamos de su existencia porque el Sol lo había mantenido oculto.
No hay trampa ni cartón por tanto. No hay vuelcos de guión. No hay estallidos que rompan la película, que la hagan caminar sobre el alambre, que la empujen hacia direcciones inesperadas o hacia alguna suerte de belleza. Y, sobre todo, no hay nada provocador. Y esto es algo extraño en el gran maestro de la impostura que es el director de Rompiendo las olas. Pareciera que Von Trier haya querido filmar su elegía del fin del mundo un poco a la manera de Tarkovsky en Sacrificio, con esa clase de intimismo devastador, sólo que sin perdurable poesía, sin solidez metafísica, sin un asomo de fe en lo que cuenta. Todo lo contrario. Aunque sabemos desde los primeros instantes que no habrá happy end, tampoco lo echaremos en falta llegado el momento que precede a la colisión final, porque el parco y muy limitado desarrollo dramático de los personajes, la insignificancia de sus vidas frente a la grandiosidad del fenómeno, impide que podamos verlos como algo más que símbolos en una representación extremadamente nihilista.