Poirot descubre la era digital
Branagh protagoniza Asesinato en el Orient Express.
En una época de superhéroes, monstruos y robots, ¿quién podía imaginar que volverían los viejos detectives y sus éxóticos enigmas? Kenneth Branagh apuesta por la resurrección de Hércules Poirot con el estreno de un clásico de Agatha Christie: Asesinato en el Orient Express. En el reparto, Penélope Cruz.
Así, junto a Branagh (o más bien detrás de él, ya que difícilmente hallaremos en su película una escena donde no aparezca ocupando el primer plano), encontramos un plantel de nombres entre los que destacan una maravillosa Michelle Pfeiffer, casi gemela de aquella Lauren Bacall que interpretara idéntico personaje en la adaptación de Lumet, Willem Dafoe, Judi Dench, Derek Jacobi, nuestra Penélope Cruz y un algo grotesco -como casi siempre- Johnny Depp, ofreciendo interpretaciones convincentes e incluso, en el caso ya citado de la Pfeiffer pero también en los de Dafoe, Jacobi o Judi Dench, brillantes, cuya acumulación de relumbrón recuerda de forma evidentemente voluntaria la de aquellos grandes nombres del viejo Hollywood que convirtieron las películas "de Agatha Christie" en su cementerio de elefantes particular. Sin embargo, los tiempos cambian y Branagh pone también en marcha un no siempre deseable aggiornamento que pasa por la inclusión de un personaje de color (esforzadamente metido con calzador por los guionistas) y algunas discusiones sobre racismo bastante poco creíbles, además de algún guiño sentimental y atormentado al pasado de Poirot, tan irrelevante como de moda.
Pero lo peor de esta inevitable "modernización" es más bien de carácter visual: una abundancia inútil de sobredimensionados planos y espectaculares tomas exteriores sobre imágenes generadas digitalmente hasta resultar absolutamente inverosímiles en su color y textura, de tal forma que cada vez que salimos del Orient Express esperamos ver aparecer hordas de orcos, dragones o a King Kong, en lo que se diría un escenario de videojuego con algunos toques de paisaje victoriano kitsch. Branagh no es un gran director sino un director grandilocuente, y su manía de usar travellings mareantes, planos cenitales y escenas de acción más atropelladas que trepidantes, sólo sirve para resaltar el vacío de su estilo y personalidad cinematográficos.
Pero en algo ha acertado de pleno Branagh: la historia de Asesinato en el Orient Express es tan potente, sus personajes tan carismáticos y su trasfondo de ambigüedad moral y sombrío comentario sobre la naturaleza humana tan poderoso, que cualquier película capaz de mostrarse suficientemente fiel a su letra y espíritu, como es el caso, tiene cierto éxito asegurado. Cuando volvemos a la trama, al interior del tren, a sus vagones y sospechosos, a los interrogatorios y a los historiados rostros de las estrellas protagonistas, es imposible no disfrutar del sabor de un clásico enigma para la hora del té, un whodunit exquisito y sofisticado, que se cuenta entre los mejores pergeñados por la Reina del Crimen. Temerariamente demodé, dirigido a un público inexistente que espera con pasión el retorno de Los Vengadores o La Liga de la Justicia pero no el de un viejo detective con ridículo bigote rodeado de venerables estrellas, este Asesinato en el Orient Express merece atención e incluso la oportunidad de convertirse en el comienzo de una nueva franquicia para el siglo XXI, que, eso sí, no deja de mirar al XX en busca de una inspiración que se niega a dejarse capturar, ni siquiera por el gran Hércules Poirot.