La actriz Florence Pugh en Lady Macbeth

El británico William Oldroyd debuta en el largo con Lady Macbeth, un drama de clausuras y enclaustramientos con estallidos de fogosa libertad e ironía. Arma con mimbres clásicos un tenebroso cuento de pasiones y emociones prohibidas.

En la sutura de los planos yace uno de los secretos del cine. Frente a obras primerizas como Lady Macbeth podemos intuir la presencia de un cineasta dotado. El británico William Oldroyd se enfrenta a un drama de clausuras y enclaustramientos, a un relato mínimo y opresivo, con la clarividencia de un sastre que en su primer traje ya parece haber aprendido el oficio. La sutura de sus planos estáticos parece tan precisa que acaso mostrarían el drama con la misma intensidad, con sus mismos giros sorpresivos, si éste fuera mudo. Y al mismo tiempo, toda la solemnidad, el aparente encorsetamiento de la propuesta, se deja invadir por estallidos de fogosa libertad, ironía, audacia en las elipsis, distancia expositiva. Con mimbres clásicos -un marido amargado, una mujer azotada, un suegro despiadado, un joven amante y una sirvienta chismosa-, el debutante inglés arma un angustiante, tenebroso cuento de pasiones prohibidas vertebrado por la crueldad emocional.



La puesta en escena de la venganza y perdición de una mujer o, más bien, de la vehemente lucha contra la tiranía patriarcal decimonónica a la que se ve arrojada en su matrimonio forzoso la joven Katherine (la actriz de diecinueve años Florence Pugh), revela la propia psicología del drama, su mecanismo narrativo. Incurre el filme deliberadamente en los espacios de opresión de Henry James, de Chandler y Hammett, pero lo que podría haber sido un drama de época endulzado en Jane Austen muestra un rostro crudo, estéticamente realista, descriptivo y distanciado, más cercano quizá a la prosa de Flaubert y al espíritu, si queremos, de Lady Chatterley. El filme va revelando lentamente la violenta ambigüedad moral de una pareja de amantes prohibidos cuyas decisiones van mucho más allá de lo que un drama de época educado se atreve a sugerir. Lady Macbeth mantiene un constante principio de incertidumbre sobre hasta dónde será capaz de llegar su protagonista, es decir, de llegar la película. Y en las suturas es donde encuentra la clave.



La geografía de la Inglaterra rural de 1865, hasta su meteorología de niebla y noche, expresa en resonante metáfora la belleza y la crueldad, el romanticismo y el primitivismo del relato. Shakespeare no está o solo está de oídas, el que indica el título. De hecho es una adaptación de un relato del ruso Nikolái Leskov, de 1895. Tres hombres y una mujer que pivotan sobre la conciencia manipuladora de una joven con rostro de ángel y alma de diablo. Como expresa literalmente el vestuario del que se va desprendiendo a lo largo del filme, Katherine se libera del corsé conyugal, familiar y social hasta desnudar todos sus anhelos y pulsiones. La sexual y también la homicida.



Pasión y crimen

Una dama victoriana, entonces, se adentra en la boca del mal, en el círculo autodestructivo de la pasión y el crimen. La vuelta de tuerca consiste en arrojar un interrogante sobre la ambivalencia moral de una infidelidad legítima que se tuerce hacia un destino sangriento. El asalto a la convención es, quizá, el último de los planos. Lady Macbeth concentra el peso dramático de los detalles -como ocurre en la magistral escena funeraria- y el modo en cómo esculpe el pensamiento interior de Katherine hasta hacernos dudar seriamente de nuestra propia lectura (anticipada) del personaje. Y así, de la película. ¿Habremos visto un violento asalto al patriarcado o los frágiles mecanismos de una psicopatía? Juzguen.



@carlosreviriego