Inmigración, tristeza y humor se unen en El otro lado de la esperanza.
La entereza y la rigurosa lealtad a las normas básicas de convivencia están detrás de El otro lado de la esperanza, la nueva entrega de Aki Kaurismäki en la que vuelve a demostrar su profundo conocimiento de la naturaleza humana. El director finlandés, que exhibe con reglas propias una insobornable mirada poética, pertenece al selecto grupo de maestros que no tiene que pedir disculpas por repetirse.
Detrás de la fábula amable está el mensaje directo, la declaración política y la actitud humanista. Al otro lado del optimismo, la derrota. Pensemos en el supuesto happy end de El Havre -¿de verdad creyeron que Arietty (Kati Outinen) se cura milagrosamente?, ¿no será que Marcel (André Wilms) y su médico (Pierre Étaix) deciden fuera de plano ocultarle el verdadero diagnóstico?- como el corazón de la sensibilidad y la inteligencia de Kaurismäki. La máscara revelada de su cine. Como en Chaplin, como en Renoir, el sentido del absurdo y el fulgor de la comedia están ahí, afortunadamente, para hacer la verdad, la realidad o la vida medianamente digeribles. Pero sobre todo para revelarla.
En El otro lado de la esperanza los gags son abundantes y más veloces de lo que el autor de Juha nos tiene acostumbrados, a excepción quizá de la trilogía "Leningrad Cowboys" (1989-1994), cuyo espíritu musical sigue alumbrando los momentos de mayor regocijo, más cálidos de El otro lado de la esperanza, donde la vida (y la película) se toma un respiro. Pero este último trabajo del finlandés también contiene una de las escenas más desesperantes y crueles que ha dramatizado, en la que Khaled narra su historia sin llorar (porque el cine de Kaurismaki no llora) en el burocrático interrogatorio de Inmigración. La bella luz azul de la escena, proyectada magistralmente en celuloide por Timo Salminen, baña en una tristeza indecible el relato.
Humor desesperado
El otro lado de Kaurismäki da la bienvenida a su co-protagonista local también con un humor desesperado, casi cínico. Wikström abandona a su mujer haciéndole entrega de las llaves y de la alianza, que ella entierra en el cenicero rebosante de colillas antes de apurar un vaso de aguardiente (acaso el elixir de ochenta grados que el propio Kaurismäki cultiva para uso personal en su escondite portugués). El finlandés y el sirio no se conocerán hasta mediado el metraje, y mientras Khaled decide actuar bajo las normas registrándose en el Centro de Acogida y pidiendo asilo legal, Wikström amasa una fortuna en una timba de póquer y adquiere la propiedad de un restaurante en decadencia con la intención de hacerlo renacer.El otro lado de la esperanza es quizá una película sobre la reinvención o la necesidad de resurgir cuando todo está perdido. Es una película, como lo son todos los cuentos contemporáneos del autor de Un hombre sin pasado (2002), que ausculta las sombras en el paraíso. El sentido de la justicia, de la decencia y la fraternidad humanas prevalecen, en todo caso, sobre el sistema frío y sin escrúpulos. Y eso es siempre lo mínimo que le pedimos a los héroes de Kaurismäki. Su entereza, su rigurosa lealtad a las reglas básicas de la convivencia. Una vez más, podemos ver El otro lado de la esperanza como la simplificación de un asunto extremadamente complejo, el brochazo de candor que pinta un cuadro general, pero la precisión de sus formas sutiles revela un profundo entendimiento de la naturaleza humana. Se ha perdido tanta inocencia en estos tiempos de posverdad que quizá es precisamente un brote de honesto idealismo lo que necesitamos.
Karismäki nunca falla. Su disfraz bressoniano y su espíritu ozuniano siguen dotando de un relieve casi inadvertido el minimalismo casi franciscano de su universo. Pertence al reducido grupo de maestros europeos que no tiene que pedir disculpas por repetirse, por haber hecho de su insobornable mirada una poética y un estilo que se agotan y se renuevan en sí mismos, y que solo atiende a sus propias reglas. El trayecto del finlandés ha caminado aparentemente hacia la luz desenterrando un humor que nació sumergido en la puesta en escena de imágenes secas y narraciones elípticas, silenciosas. La desolación existencial de sus primeras obras no ha desaparecido, pero sí se ha atenuado en compañía de una confianza en la especie humana que sospechamos cada vez más necesitada.
Al otro lado del ternurismo está la radiografía feroz, negrísima. Sus elegías de desamor y soledad retuercen la infelicidad en cuentos que se alimentan de momentos felices. No se comprende la alegría del marginado si no se muestra, o se sugiere, la inclemencia que padece; no se completa la ensoñación urbana de Kaurismäki sin la relectura de la realidad a la que su propio mundo nos remite una y otra vez. Es en un territorio lúgubre donde un resplandor puede deslumbrarnos. Winkström y Khaled se conocen peleándose y limpiándose las heridas para forjar una clase de amistad que, efectivamente, su sumerge en el fondo de la esperanza.
El refugiado sirio escucha el consejo de un refugiado iraquí en la celda que comparten. La fraternidad que les une será el tercero de los flancos emotivos del cuento. Le dice Mazdak (Simon Al-Bazoon) a Khaled que aparente ser feliz porque los melancólicos son los primeros en ser deportados. El consejo bien puede entenderse como la destilación secreta del cine de Kaurismäki, el que dibuja una sonrisa para atenuar la desesperación. Es acaso la razón por la que su mirada sigue resistiendo, tozuda y rebosante de dignidad, en el enjambre de las imágenes contemporáneas. Nadie podrá deportarlo.
@carlosreviriego