Una imagen de El viajante de Asghar Farhadi
Entre los rigores poéticos de Antonioni y Haneke se mueve El viajante, la nueva película del iraní Asghar Farhadi, que vuelve a indagar, como en Nader y Simin, en la noción de justicia. A lomos de un ritmo moroso y desequilibrado, Farhadi estrena ahora esta historia, ganadora del Oscar a Mejor Película de Habla No Inglesa, con algunas de las contradicciones y opresiones de su país.
El cineasta iraní que con mayor claridad ha sabido conquistar al público internacional ha logrado establecer un sello de reconocimiento en su cine. Desde la misteriosa desaparición de una profesora de parvulario en A propósito de Elly (2009), ha venido combinando la singularidad costumbrista con narrativas cercanas al género, pero siempre buscando el modo de alterar ideas preconcebidas y de añadir complejidad psicológica a sus personajes.
El sustrato de la mentira, del fingimiento, está en la base de sus dramas. Y El viajante, ganadora del Oscar a la Mejor Película de Habla No Inglesa, no es la excepción. No hay un camino recto para desenredar su relato, como tampoco lo hay para, tal y como nos pedía en el plano seminal de Nader y Simin. Una separación (2011), emitir un veredicto sobre el comportamiento de sus protagonistas. Las imágenes, en todo caso, no hacen sino apelar al espectdor para que juzgue lo que está viendo, para volcar su propia ética sobre la aparente neutralidad moral del drama. El lugar en el que que acaban confluyendo todas las líneas de fuga de la historia de una pareja en busca de un apartamento cuando se ve forzada a abandonar su vivienda empieza a tomar forma en el último tramo, cuando el marido y la mujer encierran a un supuesto agresor sexual en un piso que convierten en un espacio de confesión y tortura. Nos asombra la inteligencia con la que Farhadi ha ido direccionando la historia y enriqueciendo el drama psicológico que conduce a la catarsis.
Sexo y violencia
El asalto sexual y la violencia formaron un territorio común en las películas a competicion del pasado Festival de Cannes. Tanto los últimos trabajos de Cristian Mungiu (Bacalaureat) y los hermanos Dardenne (La chica desconocida, pronto en salas), como los de Verhoeven (Elle) y Farhadi (El viajante), tenían un acontecimiento traumático como motor de su drama.El desencadenante de las afiladas radiografías sobre los padecimientos, ansiedades y complicidades de la clase media -en países tan distintos como Rumanía, Bélgica, Francia e Irán, respectivamente-, descansaba en todas ellas en un acto de agresión. Como es habitual en los trabajos del oscarizado cineasta iraní, la construcción del guión de El viajante va revelando su esencia mediante la acumulación de capas y zonas de distracción, de modo que el sentido profundo del drama que pone en escena no se hace evidente hasta esos minutos finales en los que, como si fuera una investigación criminal, desbroza todas las pistas.
Una imagen de la película
En gran medida, Farhadi regresa con esta obra al tema central de su mejor película, Nader y Simin, es decir, a la meticulosa indagación en la noción de justicia, si bien El viajante carece de la enigmática cualidad de aquella. Todo en este relato, que en correlación con sus filmes anteriores ya empieza a parecerse a un manierismo, gira alrededor de la disyuntiva ética de un profesor y actor frente a la supuesta agresión de la que ha sido víctima su mujer, también actriz, cuando en su casa entra un desconocido. La intensidad de la propuesta avanza in crescendo, buscando acaso el punto de equilibrio entre los rigores poéticos de Antonioni y Haneke (una complaciente combinación en la que el crítico Peter Bradshaw detecta un nuevo género), donde las tensiones se generan en los detalles y los silencios, en la ambigüedad de las palabras y los gestos.Filmada con el aplomo habitual del director de El pasado (2013), El viajante concentra sus promesas en la secuencia de apertura, que muestra la evacuación de un edificio que se va agrietando del mismo modo en que se agrietarán los cimientos morales del protagonista.
Un retrato colectivo
A lomos de un ritmo moroso y desequilibrado, el autor iraní deja que permeen su historia algunas de las idiosincrasias sociales y culturales de su país, sus contradicciones y opresiones, pero nunca las convierte en el centro de su discurso, pues se expresan a partir de referencias verbales que casi nunca surgen de la imagen. Pero eso no impide que el verdadero núcleo de esta crónica de trazo realista y alegórico, con convincentes interpretaciones de Shahab Hosseini y Taranej Alidoosti, sea la ambivalente, interiorizada postura del profesor que protagoniza el drama, sino el rol al que se ve abocado un matrimonio laico en una sociedad profundamente religiosa y sistémicamente machista.La pareja forma parte de un grupo semi-profesional de teatro que, paralelamente, trabaja en una producción de La muerte de un viajante de Arthur Miller, con Emad (Hosseini) interpretando a Willy Loman y Rana (Alidoosti) a su mujer Linda. El diálogo que Farhadi trata de establecer entre la representación sobre las tablas y las complejas escenas de la vida en común no logra trascender el mero placer formal de la propuesta, que sin duda resulta más fascinante para el director que para el espectador. Este tipo de operaciones formales visten con elegancia el filme, si bien el juego de espejos es más ilustrativo que revelador, aunque muy eficaz en el modo en que emplea los espacios del montaje para tracducir la claustrofobia emocional del relato.
La palpable sensación de que los dramas interiores de Farhadi transcurren en domicilios convertidos en prisiones no dejan de ofrecerse como extensiones lógicas de la opresión del régimen iraní. Pero esos espacios no son sólo de reclusión, sino verdaderos escenarios para la representación, donde cada personaje proyecta una personalidad psicológica compleja. El retrato colectivo toma forma a partir de la profunda indagación en el individuo, y no al revés, lo que nos obliga a prestar atención tanto a la vertiente literaria de Farhadi como a su talento para dotar de una energía particular a sus "thrillers" sociales. Pero si en su mejor trabajo ambas dimensiones avanzaban orgánicamente, aquí las costuras se dejan ver más de la cuenta. Efectos del manierismo.