Liam Neeson en Silencio de Martin Scorsese
Pocos directores en edad de jubilación son capaces de saltar de la satánica El lobo de Wall Street a la serena introversión cristiana de Silencio. Martin Scorsese vuelve a la carga con una historia protagonizada por un grupo de jesuitas portugueses (Andrew Garfield, Liam Neesom, Adam Driver...) en el Japón del siglo XVII donde explora las energías de la fe y las profundas dudas de la condición humana. Su obra, que se mueve entre la extroversión y la introversión, resulta inconcebible sin la iconografía religiosa, el tormento cristiano y sus contradicciones.
Acaso Paul Schrader, su viejo compañero de pretéritas incursiones en las razones y transgresiones del espíritu, también ha mostrado un eclecticismo y un sentido de la depravación envidiables para la tercera edad. Comprueben, si no, el trayecto que va de la crepuscular The Canyons (2013) a la enajenada Dog Eat Dog (2016), películas ambas que desafían cualquier criterio de evaluación. Y precisamente era en el calvinista Schrader en quien podíamos pensar como compañero de rosarios en el via crucis de los jesuitas portugueses en el Japón oscuro del siglo XVII que pone en escena Silencio, dada la familiaridad y demostrada devoción del autor de Mishima (1985) por el cine de la tierra de Yasujiro Ozu, cuyas imágenes ha estudiado a conciencia tal y como reflejó en su ensayo El estilo trascendental. Además, atrás en el hemisferio del cerebro destinado al olvido quedó enterrada la soporífera letanía budista de Kundun (1997) con guión de Melissa Mathison (la misma que había escrito E.T., el extraterrestre), y que el monaguillo de Queens hizo después de Casino (1995). Misma dinámica, mismo gesto de contrastes, de la extroversión a la introversión.
Pugna espiritual y física
Silencio adapta una novela del nipón Shusaku Endo, escrita en los años sesenta, a partir de un guión de Jay Cocks, viejo escribano de Scorsese en las recreaciones decimonónicas de La edad de la inocencia (1993) y Gangs of New York (2002). Silencio podría ser el eslabón perdido entre La última tentación de Cristo y Kundun, la pugna espiritual y física entre el cristianismo y el budismo; un proyecto largamente acariciado por el cineasta italoamericano que se sitúa entre la subversión pasoliniana del Cristo que descendió de la cruz para intimar sexualmente con Magdalena y la contención y el sacrificio contemplativos del Dalai Lama bajo la opresión china.Más allá de las montañas
Una imagen de la película
Como si hubiera aprendido la lección de sus viajes pretéritos al alma y las tensiones religiosas de la Historia, contiene la más luminosa y controlada versión de una y la más pulcra y ambivalente de la otra. Es acaso la película que se digiere con más placer de todas ellas, con la mayor de las certezas sobre su trascendencia artística, siempre y cuando el plano imposible que clausura el relato -al que pudiera llegar o no el filme, sin menoscabo de su excelencia creativa en cualquiera de los casos- nos permita juzgarla libres de infértiles cegueras."Se pueden mover ríos y montañas, pero no la naturaleza del hombre". El proverbio asiático que resonaba con fuerza -de hecho, era su mantra histórico- en la última película de Jia Zhang-ke, Más allá de las montañas, también hace aparición en Silencio para exponer sin ambages la imposibilidad de que el mesianismo cristiano arraigue en la cultura del País del Sol Naciente, resistente a conceptos como la divinidad humana. "Esto es una ciénaga, aquí las semillas de tu fe nunca crecerán", le dice el inquisidor Inoue (excelente Issey Ogata) al padre Rodrigues (Andrew Garfield), de quien trata de arrancar toda esperanza y fervor mesiánicos en su cautiverio en un campo de esclavos que nos traslada al fango de El intendente Sansho (1954, Kenji Mizoguchi), escenario de torturas de la carne y maquinaciones de la mente. Con el verbo historicista y teológico por bandera, Silencio se asemeja en estos fascinantes diálogos entre antagonistas a Los comulgantes de Ingmar Bergman en su modo de plantear las complejas vicisitudes del alma y de la fe inquebrantable.
Aquel silencio divino que angustiaba al cineasta sueco es también el silencio al que apela el título de este nuevo, relevante filme de Scorsese. No es una película tocada especialmente por la espiritualidad, sino el último paso de un creador que una y otra vez ha explorado las energías transformadoras de la fe, los conflictos interiores que mueven montañas, y cuya obra es inexplicable sin la iconografía religiosa, el tormento cristiano y sus contradicciones. Extrañamente, el martirologio de los padres jesuitas Rodrigues (un Garfield de intensidad justa y necesaria) y Garupe (un Adam Driver desaprovechado) no se traduce en un simplista retrato de piadosos mártires y crueles inquisidores -aunque esa sea la dinámica argumental-, sino en una indagación en los profundos suplicios y dudas de la condición humana cuando nadie le contesta desde las instancias omnipresentes. A la perpetua fascinación scorsesiana por la figura de Judas -el padre Ferreira de Liam Neeson- y el estoicismo mesiánico, se suma el volcanismo del guía Kichijuro (Yôsuke Kubozuka), sosias de Toshiro Mifune, que también porta en su interior las convulsiones de la fe.
Cuando nos es supuestamente revelada la voz de Dios, escuchamos en verdad la de un hombre que simboliza la institución eclesiástica. Pero cuando Scorsese, en contadas pero significativas ocasiones, filma a sus criaturas desde la llamada "mirada de Dios", sentimos esa energía de trascendencia que trata de abrirse paso en la niebla que invade la primera imagen del filme, hasta revelar el horror al que conduce todo extremismo religioso. En un guión donde se explicita la creencia en la inmolación como puerta de entrada al paraíso, las conexiones con el presente son más que manifiestas. La violencia, sin embargo, no capitaliza la puesta en escena. Al contrario. Scorsese se sitúa en territorio opuesto al del Mel Gibson que llevó al primer plano la vejación física de la pasión. Silencio es visualmente deslumbrante, pero también higiénica y ordenada, limpia de mugre a pesar de la carne torturada, el barro y la sangre. Una película, en definitiva, que alza su épica desde un lugar condenadamente humano.