Andrew Garfield en Hasta el último hombre

El autor de la sanguinaria La pasión de Cristo se redime de la lapidación y regresa diez años después de Apocalypto con Hasta el último hombre, una violenta exhibición de sí mismo en la II Guera Mundial.

"¿Saben lo que opino del cine de superhéroes?", pregunta retador y algo retórico Mel Gibson a un grupo de periodistas, reconozcámoslo, algo intimidados. "Cada vez que veo cómo se gastan millones de dólares en semejante disparate me avergüenzo", continúa. "¿Cómo es posible? Mi película sí que trata, en cambio, de un superhéroe. Pero de verdad. Aunque no lleve mallas elásticas". Y rompe a reír como sólo él sabe hacerlo. Entre el histerismo y el trueno.



En efecto, diez años después de Apocalypto, 21 desde que Braveheart fuera elegida como la mejor película del año y 14 desde su sangrienta interpretación de La pasión de Cristo, aquí está de nuevo. Igual a sí mismo. De por medio, algún que otro tropiezo en alguna que otra alfombra de algún bar y el previsible vacío por parte de una industria que no quería saber nada de él. Ni de sus modos. ¿O no? "Hubo un tiempo en que me sentí en un lista negra, pero, si miro con detenimiento, mi carrera siempre ha consistido en hacer lo que los demás no querían hacer". Y vuelve a retar al periodista con lo más parecido a una risa que puede imitar.



Sea como sea, Hacksaw Ridge (Hasta el último hombre) es digna hija de su padre. Se diría incluso que diez años no es nada. Todo sigue donde lo dejó: en la misma heterodoxa y explosiva situación. Pues básicamente, la cinta está pensada para sencillamente detonar en las retinas. Como todo su cine. Tosco, elemental y, apurando, hasta ofensivo, el último trabajo de Gibson se mueve por la pantalla como un animal herido. Quién sabe si el director no trata tan solo de transformar los accidentes de una vida ajena en la transparente alegoría de la suya.



Nos explicamos. Desmod Doss, al que da vida Andrew Garfield, figura en la historia del ejército estadounidense como el primer objetor de conciencia capaz de ganar batallas. Lo hizo en Okinawa, en la Segunda Guerra Mundial. La película no se interesa tanto por su vida como por el poder real y bélico de su fe. El matiz importa. Sobre todo, al director. Él solo salvó de morir a 75 hombres. Con el mismo ardor con el que combatió a las autoridades militares que querían prescindir de él (puesto que se negaba a coger un fusil), se jugó la vida en la peor de las condiciones para rescatar de las llamas y el fango a buena parte de sus compañeros de armas (o, mejor, no-armas). Se diría que Gibson quiere ser el propio Desmond; desea presentarse ante la audiencia resucitado y convertido en un héroe incomprendido capaz, desde su heterodoxo conservadurismo, de ganar las guerras que la industria del cine no es capaz.



"Todo mi cine gira alrededor de personas corrientes enfrentadas a la más extrema de las situaciones. Es ahí, a mi entender, donde reside el drama y desde donde se hacen visibles los mecanismos del alma humana", reflexiona. Y así es. Y lo es con una violencia que desarma. Lo que sobre el papel podría parecer una película encendidamente antibélica, sobre la pantalla y en manos del responsable de contar la vida de Cristo desde el tormento en crudo de la carne es, definitivamente, otra cosa. Lo opuesto incluso. Lo que importa, atentos, es que el poder de la fe, el convencimiento extremo del protagonista en el poder de Dios, acabó por inspirar al batallón entero hasta convertirlo en máquina irredenta de picar carne japonesa. Tan contradictorio y confuso como parece, como el propio Gibson.



Aceptemos pues Hacksaw Ridge (Hasta el último hombre) como el violento primer gesto de un cuerpo contradictorio y resucitado. Y redimido. Y sin mallas.