Las cuatro hermanas protagonistas del nuevo filme de Kore-eda
Vuelve con fuerza el nipón Kore-eda con Nuestra hermana pequeña, un melodrama familiar al mejor estilo hollywoodiense que nos habla, a través de un protagonista oculto, de la necesidad de perpetuar los legados y tradiciones, de las oportunidades para cicatrizar ausencias y de bucear en la identidad y misterios de la sangre.
La historia arranca en el funeral del protagonista simbólico, pues está toda la película ausente, nunca vemos su rostro, ni siquiera en fotografías. Es una eficaz forma de abstracción para un filme que, en esencia, nos habla de la necesidad de perpetuar los legados y las tradiciones. El pretérito actúa, por tanto, como fantasma y vector narrativo del filme. Se trata del padre de Sachi (Ayase Haruka), Yoshino (Nagasawa Masami) y Chika (Kaho), hermanas creciditas, de los 21 a los 29 años, que fueron abandonadas por el padre cuando eran pequeñas. Y también es el padre de Suzu, de 14 años, que tuvo después con otra mujer. Las hermanastras, que viven en ciudades alejadas entre sí, se conocerán por primera vez en el sepelio: el magnetismo que se produce entre las cuatro -excelentemente captado, con la sencillez que caracteriza a los clásicos, en una escena que transcurre en un andén ferroviario- pone en marcha el relato. Es un encuentro no solo con ellas, sino con los progenitores que han quedado atrás: una oportunidad para cicatrizar ausencias y bucear en las identidades, en los misterios de la sangre.
Fotograma de Nuestra hermana pequeña
La vida en común que emprenden las cuatro hermanas en la mansión familiar de Kamakura transcurre bajo ese influjo ozuniano que empapaba de épica y lirismo Still Walking. No es una trama, sino una sucesión de capítulos lo que desfila en la pantalla, adaptación de hecho de Cuentos de una ciudad costera, el título original japonés del filme, una saga publicada por entregas mensuales en la publicación manga Flowers Magazine. El verdadero atractivo del filme descansa en el retrato de la pequeña ciudad, como si fuera una Arcadia que encierra secretos milenarios, donde el tiempo se mide por las estaciones -los cerezos en flor, la llegada al puerto del pescado blanco, los fuegos artificales del verano, el vino de ciruelas recogidas del viejo árbol en el jardín-, en el que toda la comunidad se congrega para resolver problemas en apariencia irresolubles. Aunque el filme se desliza por cierto sentimentalismo de violín y piano y fundidos dramáticos, como ya ocurría en De tal padre, tal hijo, lo cierto es que Kore-eda termina por exponer sentimientos y emociones complejas sin necesidad de levantar la voz más de lo necesario.Sentimos en el flujo de las imágenes, en el retrato de las complicidades, en el control absoluto de lo que acontece dentro del plano, el ineludible peso de la herencia. Lo sentimos acaso porque está expresado con sensualidad y belleza, a través de la naturaleza y de la gastronomía (las recetas sobreviven a los muertos), puntos de contacto que van hilando el filme de retazos de emoción. El autor de After Life (1998) -verdadero referentes de la renovación del cine asiático en el umbral del siglo XXI- quiere que lo sintamos de hecho haciendo explíticas sus deudas con el maestro Ozu. Esa perpetuación del legado cultural y sentimental de su país adquiere nuevos significados cuando es posible incluso en familias rotas y disfuncionales. El sentido metafórico con la propia historia de Japón y sus fracturas familiares acaba emergiendo como lo hace la presencia intangible, pero eternamente presente, del pasado que merece la pena conservar.
@carlosreviriego