Una imagen de Carol, de Todd Haynes. Foto: Wilson Webb
El norteamericano nos sumerge en la ensoñación del gran cine romántico con la hondura plástica y la precisión narrativa de Carol que recoge los aplausos de Cannes. Nanni Moretti confabula cine y vida, comedia y drama, en la irregular Mia Madre.
Es poco probable que un cineasta enlace dos obras maestras consecutivas. Después de la inconmensurable I'm Not There, Haynes regresa a los años cincuenta de Lejos del cielo con la adaptación de la novela semiautobiográfica de Patricia Highsmith -que firmó con el seudónimo Claire Morgan, acaso porque trataba un tema tan tabú como la homosexualidad femenina-, donde narra la historia de amor en las Navidades de 1952 entre dos mujeres: la adinerada Carol (Cate Blanchett), madre de una hija y en pleno proceso de divorcio, y la joven Therese (Rooney Mara), dependienta de una tienda de juguetes y aspirante a fotógrafa. El diálogo más directo de este filme de apariencia clásica pero impronta contemporánea -su clasicismo nunca es académico o casposo- lo mantiene con La calumnia (The Children's Hour, 1961) de William Wyler, película adelantada a su tiempo que protagonizaron Shirley MacClaine y Audrey Hepburn, cuyo halo de inocencia y fragilidad ha querido Haynes rescatar de forma manifiesta en el rostro de Rooney Mara. También se aparece el fantasma de Jean Simmons en Cara de ángel (Angel Face, 1952, Otto Premminger).
A su modo, Carol deja en suspenso la autopsia de un cine largamente desaparecido para revelar su vibración emocional y fuerza expresiva todavía en el sigo XXI. Filmada en celuloide (de nuevo, el gran Ed Lachman ejerciendo de maestro de la luz), propone una experiencia sensorial que apela a la idealización romántica a través de los colores, de las inclinaciones de luz, de los encuadres pictóricos (Edward Hopper, cómo no) y el retrato de los rostros y los espacios, fotografiados en una perpetua superposición de reflejos a través de cristales y espejos. No hay nada gratuito en el diseño visual, en ningún momento levanta la voz con efectismos banales o imposibles movimientos de cámara. La devoción de Haynes por el cine clásico es profundamente honesta, y por eso también profundamente emotiva. Y es que el estado de perpetua ensoñación que experimentamos frente a las evocadoras imágenes y sonidos de Carol -la música de Carter Burwell baila literalmente con la estética del filme- es el equivalente al que siente Therese, pues la estructura circular del relato nos invita a sumergirnos en la mirada (la memoria) de la joven fotógrafa y su sublimación romántica hacia una mujer, la Carol interpretada por Blanchett, con rasgos de semidiosa.
En su primer encuentro íntimo, Carol define a Therese como un ángel caído del cielo. Esta película también es como un regalo celestial en el quinto día de un festival cuya programación a veces se hace muy cuesta arriba. Posiblemente, lo más extraordinario de Carol no son solo la elegancia, el tacto y la sensibilidad de Haynes para evocar los sentimientos de sus protagonistas; ni la precisión rítmica de un relato que retrata a dos mujeres enfrentándose con amor y adoración a las represiones morales de una sociedad que no les permite vivir en armonía con su naturaleza sexual, sino el irrebatible talento del cineasta para mantener la película en un lugar siempre tan alto, sin permitirse ni un solo desmayo, sin desfallecer en ninguna escena. Sumergidos en la ensoñación del filme, querríamos que el sueño fuera eterno.
Una imagen de Mia Madre, de Nanni Moretti
Las comparaciones son evidentemente odiosas, pero Cannes es una competición. Y al lado de Carol, la película de Nanni Moretti Mia Madre, aún sin poderle reprochar gran cosa, se queda pequeña. De algún modo, el italiano consigue destilar gran parte de su esencia cinematográfica, si bien el resultado final está empañado por cierta brocha gorda en algunos tramos. Es una película que, como La habitación del hijo (que ganó la Palma de Oro), también apela al corazón del espectador. Esta vez con la historia de una directora de cine enfangada en el rodaje de una película -supuestamente militante con la clase obrera- protagonizada por un actor norteamericano (John Turturro), y que debe lidiar al mismo tiempo con una crisis de pareja y, sobre todo, con la necesidad de asumir que su madre, hospitalizada, está a punto de morir. Los vasos comunicantes entre cine y vida, fabulación y experiencia, están expuestos de forma bien orgánica, así como los equilibrios entre drama y comedia (de la mano, sobre todo, del registro autoparódico de Turturro), si bien lo más estimulante de la propuesta son las viñetas oníricas que ilustran las angustias de la protagonista, interpretada con sensibilidad por Margherita Buy.