Manoel de Oliveira
1. Aseguran que tenía una película preparada para este momento. Que algunos ya la habrán visto y que probablemente se presente mundialmente en mayo (¿en el Festival de Cannes?). Se titula Visita o memorias y confesiones (1982) y la filmó cuando apenas tenía 74 años, y por lo visto se trata de una especie de docudrama en el que el cineasta se retrata bajo el régimen del dictador portugués con el que irónicamente compartía apellido: António de Oliveira Salazar. Es la jugada perfecta que el sabio Manoel Candido Pinto de Oliviera tenía guardada frente al destino, con el que tanto fabuló, ese concepto sobre el que probablemente edificó toda su filmografía. Otra forma de rebelarse contra la muerte como lo ha hecho en vida, a lo largo de 106 años, dicen. Aunque el secreto mejor guardado es que quizá fuera incluso dos años mayor, según y donde se consulte su fecha de nacimiento, pues algunos estudiosos señalan que Oporto le vio en verdad nacer en 1906, no 1908, como rezan las biografías oficiales y ahora los obituarios. En algún momento de su dilatada vida con muchas vidas dentro -antes de dirigir películas fue actor de cine mudo, piloto de carreras, pertiguista olímpico, etc.- aprovechó un error en su cédula de identidad para quitarse un par de años.Sea cierto o no, nada puede ya alterar su récord de longevidad en la historia del cine. Que me venga a la mente, uno de los directores más cercano a hacerlo probablemente el lituano Jonas Mekas. ¡Y aún le quedan 13 años para alcanzarlo! A el polaco Andrej Wajda le restan 18. Sea cierto o no, Manoel de Oliveira es hoy más inmortal de lo que era ayer. Y mañana y en dos años y en el siglo venidero lo seguirá siendo. Eso lo saben todos los que aman el cine.
Probablemente el motivo más común de que se hable y se escriba ahora sobre él en lugares donde nunca se ha hecho (hasta el telediario de TVE), es por la longevidad que alcanzó, más que por la imperecedera juventud de sus películas. Es el único director en activo que empezó en el cine mudo.... y blablabla. Bien es cierto -en Lisbon Story, Wim Wenders lo filmó como un trasunto de Charles Chaplin-, pero no es lo más relevante ni tan siquiera lo más extraordinario. La genuina excepcionalidad de Oliveira no hay que buscarla en las anécdotas biográficas, por más sorprendentes que sean: dirigió su primer largometraje de ficción con 33 años (Aniki Bóbó), y su segundo con 63 (O Passado e o Presente), y no fue hasta los 73 años de edad, cuando la mayoría de cineastas han entrado en decadencia o tirado la toalla, que se convirtió en un director a tiempo completo, dedicado a su arte y su talento. A partir de entonces floreció su genio: entregó tres decenas de largometrajes y una docena de cortometrajes en treinta años. La genuina excepcionalidad del maestro luso hay que buscarla, cómo no, en sus películas.
Véanlas, pues poco se vieron en vida de él, aunque muy contados cineastas fueron tan altamente venerados. Ironías de la hipocresía (o la ceguera) cultural que reina en tantos sitios, y de la que no están libres los medios de comunicación, altavoces de la vertiente mercantil de la cultura. Algunos cronistas miopes y perezosos lo detestaban, hay que decirlo. Uno bien conocido (cuyo nombre solo mancharía este texto escrito desde la urgencia) hasta pidió que el joven anciano muriera antes para no tener que "soportar" sus trabajos como cronista oficial del periódico para el que trabajaba. El mismo que también escribió años antes que ojalá Godard se hubiera matado en el accidente de moto que tuvo en la resaca del 68 por los mismos, estúpidos, fascistas motivos.
2. Acaso ningún otro director ha sabido como supo el portugués sintetizar y abarcar en una sola película la historia y la cultura entera de un país, su país. La película en cuestión, No, o la vana gloria de mandar (1990), cumple ahora 25 años. Ni siquiera El arca rusa de Alexander Sokurov puede competir con ella. [Nota cinéfila: los maestros portugués y ruso mantuvieron un diálogo de tres horas en el Festival Vila do Conde sobre cine, arte y religión, grabado en vídeo por el propio Oliveira, allá por 1995]. Por aquel entonces fue cuando yo descubrí No, o la vana gloria de mandar, y desde entonces me arrodillo ante cualquiera de sus películas (las que hizo antes y las que ha hecho después, hasta anteayer mismo), me gusten más o me gusten menos, las entienda debidamente o no. En todas y cada una de ellas podemos encontrar una ventana al gran cine, o al cine entendido como un arte equiparable a cualquiera de las artes más nobles. El sueño del alemán Astruc, ya saben: en la pantalla también se pueden escribir ensayos teológicos o tratados metafísicos, también se pueden componer poemas y obras tan profundas como el Discurso del método.
Mentar a Descartes, como lo mentó Astruc en su famoso texto sobre la caméra-stylo, no es algo aleatorio en el caso de Oliveira. Su método racional era su discurso artístico. Aprovechó diversas entrevistas a lo largo de su vida para explicar aquello que por otro lado queda de manifiesto en sus películas, sobre todo después de escucharle. Que el hombre es un ser racional, que la emoción y el sentimentalismo enturbian su raciocinio, y el del espectador, y que por eso es tan tramposo buscar la "emoción fácil" en el arte. Solía hablar también de la tragedia griega, de cómo en ella la razón siempre prevalecía sobre la emoción, precisamente para poder formular un juicio sobre lo que estamos viendo y sintiendo. De ahí que el efecto general que producen sus películas en los espectadores no iniciados o advertidos sea invariablemente algo parecido a la frialdad. De ahí la distancia y la quietud y el artificio y la supuesta teatralidad desde la que filmó sus historias o las que adaptó de la literatura, como lo hicieron también otros gigantes llamados Dreyer, Ozu y Bresson. Parafraseando a Oliveira, esa clase de maestros -a cuya estirpe sumaríamos sin pestañear su nombre- filmaban desde cierta distancia para que el juicio crítico del espectador no se desvaneciera.
El cine, por tanto, no era para Oliveira una cuestión de movimiento. Los pictóricos planos que se suceden en sus filmes, como tableaux vivants, apenas admitían los movimientos de cámara. Los más importantes directores de fotografía iluminaron sus historias: de Renato Berta a Sabine Lancerin, tan habitual en su cine como Mário Barroso. Los más importantes y audaces productores financiaron sus películas: de Paulo Branco a Luis Miñarro. Los más prestigiosos intérpretes encarnaron sus criaturas: Michel Piccoli, Luis Miguel Cintra, Leonor Silveira, Catherine Denueve, John Malkovich, Irene Papas... Los actores bien lo saben: el cine de Oliveira, más bien, pertenece a la palabra, sea portuguesa o francesa o inglesa o española. Su cine es esencialmente hablado, y no solo esa maravilla titulada Un filme falado (2003) que dirigió tras el trauma del 11S, donde embarcó a varios de los rostros habituales de su filmografía en un crucero por el mediterráneo para meditar políglotamente sobre los logros de la civilización, y en el desenlace cortar a negro tras un inexplicable ataque terrorista que petrifica y enmudece a los personajes y al público. De aquello, de que la imagen es una construcción verbal ("si digo mesa, ves una mesa", decía), es sobre lo que en gran parte conversan el cineasta luso y el poeta Pere Gimferrer en el texto que ocupó la portada de El Cultural (conversación que tuve el honor de alentar y editar) a propósito del estreno en España de El principio de la incertidumbre. Nos revela (recuerda) que el verdadero movimiento del cine es el tiempo. Y quién es el audaz que a estas alturas vaya a enmendarle la plana a Deleuze.
3. Insisto que nunca es ni será tarde para descubrir el cine de Manoel de Oliveira. No todas las puertas de entrada a su obra están igual de abiertas. Hay algunas que de hecho aparentan estar herméticamente cerradas, aunque siempre existe una llave para abrirlas. Es útil saber que comenzó haciendo cine bajo los códigos de lo que alguna vez se llamó "teatro filmado", una expresión que se ha utilizado superficial y peyorativamente por determinada crítica para caracterizar el trabajo del portugués prácticamente desde que hizo la miniserie televisiva Amor de Perdiçao: Mémorias de uma Familia (1979), con la que al menos en Portugal adquirió considerable relevancia. Es ésta saga familiar de amores condenados una generosa vía de acceso al valor de su arte. Aparte de un claro ejemplo de que la "televisión de autor" no nació realmente ni con David Lynch ni con la HBO.
Recomiendo en todo caso desde mi inopia hacerlo con Os canibais (1988), El valle Abraham (1993), Vuelvo a casa (2001), o con alguna de sus últimas películas, como la deliciosa Singularidades de una chica rubia (2009), donde la guasa buñuelesca que ya sublimaba en Belle toujours (2006) adquiere un grado de refinamiento inalcanzable para los mortales (recordemos: Manoel de Oliveira es inmortal), o la mágica El extraño caso de Angélica, que ponía en forma aquello que el legendario crítico Serge Daney escribió sobre la forma de hacer cine del portugués, "a la vez muy arcaica y completamente insolente".
Aquella película la protagonizó Pilar López de Ayala, que quizá pueda revelarnos historias para la posteridad, como también Marisa Paredes, que formó parte del elenco de Espelho mágico (2005). El arte y la cultura española nunca fueron ajenos al más importante de los cineastas portugueses, con permiso de João Cesar Monteiro (1934-2003) y de sus compatriotas en activo (Pedro Costa, Manuel Gomes, João Pedro Rodrigues o Joaquim Pinto, responsable del trabajo sonoro de varios filmes de Olivieira); como tampoco lo ha sido el humor frente a la gravedad, la compasión frente a la inclemencia, o la levedad frente a la densidad con la que generalmente se asocia su cine. A medida que se hacía más sabio, la fina socarronería o el gag visual tomaron mayor protagonismo en sus películas. Incluso propulsaron el tono de partida. Se aprecia no tanto en su último largometraje, Gebo y la sombra (2012) -¿alguien se dignará ahora a estrenarla en España?-, como en sus aún más recientes cortometrajes.
En Conquistador conquistado, donde se mide en una película colectiva financiada por la ciudad de Guimarães con Aki Kaurismäki y Víctor Erice -profundo conocedor y admirador de la obra de Oliveira: le recuerdo fotografiando con una pequeña cámara digital varios planos en un pase privado de El principio de incertidumbre, en un tiempo en el que los móviles no tenían cámara-, entrega una gran broma un costa de un guía cultural y un grupo de turistas en la que el director tiñe de nostalgia y pesimismo el presente de Portugal en contraste con su glorioso pasado. Y en su última película, O Velhelo de Restreio, que emerger como una última muestra de su hermanamiento ibérico, se toma la simpática licencia de reunir en nuestro tiempo a su olimpo literario: Don Quijote (o Cervantes vestido como su personaje), Luís Vaz de Camoes, Teixeira de Pascoaes y Camilo Castelo Branco.
Acaso solo un hombre que decidió dedicarse al cine a una edad en la que la mayoría de la población empieza a perder o ya ha perdido la lucidez, pueda hacer dialogar el pretérito y el presente con la insistencia, naturalidad y sabiduría con la que él lo ha hecho. Quizá porque al destino, que quiso que se desvaneciera un Jueves de Pascua, no se le puede juzgar. Y de eso don Manoel sabía más que nadie en el planeta.