Denis Lavant como Monsieur Merde, en Holy Motors
Surgen muy de vez en cuando, dispuestas a reformular las formas del cine. Películas como 'Holy Motors', el regreso del insobornable Leos Carax, autor de 'Los amantes del Pont-Neuf', nacen con la vocación de convertirse en hitos del séptimo arte. Tras su paso por Cannes y Sitges, llega a las salas esta película monumental, inclasificable y revolucionaria.
Atar los cabos de Holy Motors es en gran medida una labor tan quimérica (y subjetiva) como la de entrar en la psique biocinematográfica de Leos Carax, ese verdadero enfant terrible del cine francés, autor de cinco largometrajes en 28 años, entre ellos la obra maestra Boy Meets Girl (1984) y la mítica Los amantes del Pont-Neuf (1991), cuyo fracaso pudo haber acabado definitivamente con su carrera.
Afortunadamente no fue así. No ayudó mucho, es verdad, su regreso con Pola X (1999), rechazada por la industria, pero trece años después ha regresado con una de esas obras capaces de reescribir su leyenda y las del cine francés, pues sus arrolladores placeres visuales recorren las edades del séptimo arte desde el cine primitivo (las películas cronofotográficas de Étienne-Jules Marey) hasta el sistema digital de motion capture, en uno de los fragmentos más hipnóticos y bellos de este filme inclasificable, aparentemente anárquico pero armado con una brutal coherencia interna.
El protagonismo de Holy Motors es el más emotivo instrumento de las imágenes del cine, su motor sagrado: el cuerpo humano. O sea, Denis Lavant, actor fetiche y camaléonico, que se enmascara en la piel de hasta once criaturas radicalmente distintas a lo largo de la película, para protagonizar sendas películas dentro de la misma propuesta, como si fuera un carrusel de géneros y códigos, apropiándose de la dinámica en "misiones" propia de un vídeo-juego, hasta culminar en un artefacto que exhala pasión cinéfaga por sus cuatro costados.
Como L'atalante (1934), Al final de la escapada (1960) o 2001: Una odisea del espacio (1968), Holy Motors representa un continente en sí mismo, un hito cinematográfico de proporciones colosales. Y es que Holy Motors encripta el sentido de la libertad de las imágenes en movimiento en su estado más puro, al tiempo que se abre a todo tipo de fugas intelectuales. De hecho, el quinto largometraje de Carax simboliza a la perfección, como si fuera un ensayo sobre las posibilidades del cine, la disolución y el punto sin retorno al que ha llegado el relato cinematográfico una vez cruzada la posmodernidad. ¿Pero qué es lo que encierra exactamente esta película tan misteriosa? ¿De dónde proceden sus placeres y vibraciones, capaces de colapsar a la cinefilia y satisfacer a todo tipo de espectador?
Desde su arranque, en el que el propio Carax se levanta de su sueño y atraviesa la pared del dormitorio para entrar en una lúgubre sala de cine (aunando a Kafka, Lynch y Cronenberg), hasta los delirantes minutos finales con una referencia explícita a George Franju, Holy Motors se entrega al puro placer por la fabulación.
Múltiples relatos
Lavant es maestro de ceremonias, médium y el alter ego de Carax. En la piel de Monsieur Oscar (irónico nombre), atraviesa la capital francesa en una limusina blanca que simboliza el espectro del cine, totalmente equipada con un camerino, donde es conducido por su chófer Céline (Edith Scob, la mujer de los "ojos sin rostro" de Franju) de una "cita" a la siguiente, transformándose una y otra vez en el protagonista de los múltiples relatos que contiene Holy Motors. Un banquero, una anciana indigente, un quasimódico ser de las alcantarillas que secuestra a una modelo (Eva Mendes), un mercenario asesino, un acordeonista, un padre en un cínico drama familiar, la pareja de Kylie Minogue en un musical... no hay límites para el discurso que exhibe la película, trazado mediante la lógica de la fragmentación, el absurdo y la sorpresa permanente. Nunca sabremos qué ocurrirá en el siguiente plano.Cada máscara de M. Oscar durante su trayecto de 24 horas por un París gótico, recorriendo subsuelos, calles y azoteas, se ofrece como un emblema de las formas del cine, una pieza única e irrepetible, aunque saturada de referentes, como si fueran mensajes en clave. En una escena capital del filme, el melancólico M. Oscar confiesa a un misterioso personaje interpretado por Michel Piccoli que hubo un tiempo en que las cámaras eran más grandes que él, pero que ahora son tan invisibles como los espectadores. Entonces, ¿cómo hacer cine ahora?
El cineasta francés no filma desde la distancia, sino que arroja en la pantalla sus calvarios personales (abre el filme con una imagen de su hija, que tuvo con K. Golubeva, la actriz que protagonizó Pola X y que falleció poco antes del rodaje de Holy Motors), aglutinando el pasado y el presente del cine para preguntarse por su futuro. Como dice M. Oscar, hay que seguir haciendo cine aunque solo sea por "la belleza del gesto". La belleza, también, de reconocerse en ese gesto.