Image: Tú y yo

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Cine

Tú y yo

Un lugar en el cielo, por Gustavo Martín Garzo

11 diciembre, 2003 01:00

C. Boyer, I. Dunne y M. Ouspenskaya en Tú y yo

Tú y yo -próxima entrega de la Filmoteca de El Cultural del jueves 18 de diciembre- es, para el escritor Gustavo Martín Garzo "una de las más grandes películas sobre la experiencia tan turbadora que es enamorarse". Dirigida por Leo McCarey en 1939, está protagonizada por Charles Boyer e Irene Dunne. En el cuaderno de 16 páginas que acompaña al DVD, también escriben Miguel Marías y el cineasta Antonio Giménez Rico.

Un hombre y una mujer se conocen en un crucero. No son dos personas ingenuas, que se encuentran al comienzo de sus respectivas vidas, sino dos seres experimentados que tal vez han vivido más de la cuenta. El hombre Michel Marnay (Charles Boyer) es un conocido seductor que viaja a Nueva York para casarse con una rica heredera; la mujer Terry McKay (Irene Dunne) es una mantenida. Ha sido cantante de club y su amante la ofrece la posibilidad de redimirse de ese pasado y de transformarse en una mujer respetable. Ambos han alcanzado la madurez de la vida sin que esto haya supuesto grandes cosas ni grandes descubrimientos. Aspiran, en definitiva, a una vida normal. Una vida abocada a la insignificancia, donde el amor y el odio estén excluidos; a una vida en vano, como la de todos los hombres.

Coinciden en ese largo recreo de su viaje y empiezan a flirtear porque se supone que es eso lo que uno espera que suceda en un crucero: que la vida se transforme en"un burbujeante champagne rosado". El tiempo del viaje es un tiempo irreal, un presente sin compromiso, y de él no debe quedar sino el recuerdo leve del instante que pasa. Pero sucede lo inesperado y ese juego intrascendente se transforma en algo bien distinto, especialmente cuando el barco, en su retorno a Nueva York, hace una escala en las islas Madeira y Michel (Charles Boyer) decide visitar a su abuela Janou, que vive en ese "pequeño reino" entregada a la memoria de su esposo muerto. Terry (Irene Dunne) le acompaña, y gracias a esa visita ambos se darán cuenta de que lo que ha tenido lugar entre ellos es algo más que un simple flirteo vacacional. Y será Janou quien, con una rara perspicacia que hace pensar en el antiguo arte de las hechiceras, se lo haga saber a Terry, a la que implícitamente llega a pedir que se ocupe de su nieto. Como si la dijera que sólo ella puede salvar su vida de la insignificancia.

Miguel Marías afirma que se trata de una película sobre el amor. O, más en concreto, una de las más grandes películas que se han filmado nunca sobre esa experiencia tan turbadora e incierta que es enamorarse. Nuestros protagonistas, de hecho, tratarán de resistirse a esos sentimientos, conscientes de que alterarán para siempre sus planes, pero una fuerza fatal les llevará a coincidir y a buscarse por todos los rincones del barco, pues en todo se comportan como si hubieran bebido un filtro de amor (¿de las manos de Janou?) y no fueran dueños de sí mismos. Curiosamente su primer beso tendrá lugar en medio de un mar agitado, que hace del barco, hasta ese momento un espacio irreal, como el salón de una adinerada casa burguesa, en un espacio frágil y amenazado. "Vamos hacia la tormenta" le dice Terry, cuando se besan por primera vez, haciendo de esa agitación del mar una metáfora de lo que les está sucediendo a ellos. Es sin duda el momento más sublime de la película, y puede que uno de los besos más hondos y extraños filmados jamás. Porque, al contrario de lo que suele suceder en otros casos, en que los amantes se encierran para mejor preservar su amor, aquí sólo se besarán cuando la puerta quede abierta, con lo que Leo McCarey quiere darnos a entender que el espacio de la intimidad es un espacio de exposición y riesgo, ya que nunca sabemos quién es de verdad el otro ni lo que nos espera si nos enamoramos de él. Y eso son los besos, reclamar a pesar de todo la experiencia completa de su ser. Se trata de un plano que posee esa cualidad tan propia del cine Leo McCarey de resultar a la vez luminoso y oscuro, de situarse en esa frontera inasible en que gozo y dolor se confunden (lo que explica la dulce melancolía, la alada tristeza que transmiten las películas de este director).

Pero el viaje termina y, ya plenamente conscientes de su amor, Terry y Michel quedarán en verse seis meses después en lo alto del Empire State, "el lugar más cercano al cielo que hay en toda la ciudad". Ambos están asustados y tratan con esa tregua de poner un poco de orden en sí mismos, pero les bastará con separarse, al llegar a puerto, para darse cuenta de que sólo juntos podrán lograr algo así. Ortega y Gasset dijo que el enamorado es incapaz de concebir un universo en que el objeto amado esté ausente. Por eso ambos, al quedarse solos, reaccionan rompiendo sus compromisos anteriores y embarcándose en la aventura solitaria de tratar de merecerse. O dicho de otra forma, de construir sus vidas precisamente no sobre esa ausencia del ser amado, sino sobre la exigencia de reunirse con él. Michel volverá a pintar, y Terry a cantar, tratando cada uno de hacerse digno del otro. O dicho con otras palabras, de no defraudarle, ya que para Leo McCarey el lugar del amor es el lugar de fascinación pero también de la responsabilidad.

Pero cuando el plazo se termina vuelve a intervenir el destino. Ella tiene un accidente que la impide llegar a la cita, lo que él interpreta como un rechazo. La alegre comedia que ha sido la película hasta ese instante se transforma de golpe en un intenso melodrama, en el que descubrimos que vida y muerte se pertenecen extrañamente. Así son los melodramas, juegan con nuestras lágrimas hasta hacernos ver en ellas la sustancia más secreta de la vida. Y eso pasa en el tercio final de la película donde, tras el accidente, ambos tendrán que realizar el aprendizaje esencial: asumir el dolor y aprender a guardarlo en su corazón como el más extraño y paradójico de los dones. El único que les puede permitir reconocerse en su propia y recíproca verdad.

Y todo esto Leo McCarey lo consigue con el arte sutil de la puesta en escena. Borges decía que había dos tipos de narradores, los que todo lo basaban en la expresión, y los que poseían el arte de la alusión y la sugerencia. Los primeros querrán convencernos, mientras cuentan algo, del atrevimiento de sus ideas, de la audacia de sus juicios, del poder incomparable de su estilo, y buscarán para ello soluciones ocurrentes, metáforas deslumbrantes, palabras precisas como las cuchillas de las navajas; la búsqueda de los segundos no será tanto decirlo todo, como acercarse a ese silencio que hay siempre detrás de lo que se cuenta. Leo McCarey pertenece al segundo grupo. Por eso sus películas parecen insignificantes, y ese es su mayor atractivo. Se diría que la historia se adelgaza en ellas hasta casi no existir, y que es entonces cuando escuchamos su verdad, pues lo verdadero pertenece siempre al ámbito del secreto, de lo que sólo se puede sugerir desde los gestos más discretos o las palabras apenas susurradas.

No es extraño por eso que un director prácticamente desconocido entre nosotros, tuviera la más alta consideración entre sus colegas. John Ford afirmaba que era el primero de todos, Howard Hawks solía decir que era el mejor director de cine que había conocido y para Lubitsch, sencillamente, no había nadie en Hollywood que se le pudiera comparar. Miguel Marías habla de la invisibilidad de su estilo y de su puesta en escena, y de su profunda honradez. Pero la verdad es que el propio Marías, en el lúcido y emocionado libro que le dedica, reconoce la imposibilidad de explicar por qué las películas de este director tienen el extraño poder de afectarnos como lo hacen, ni por qué, una vez vistas, permanecerán para siempre en nuestra memoria. El cine le sirve a Leo McCarey para fabricar recuerdos.

En un momento de su visita a Janou, la abuela de Michel, Terry se vuelve conmovida hacia ella y le dice que desearía vivir en un lugar así. Janou le contesta que es demasiado joven y que aún tiene que crear sus propios recuerdos. Y como para ratificar esa idea la película, inesperadamente, se llena de niños. Los niños son un leit motiv en las películas de Leo McCarey, que siempre ve en ellos el lado de la inocencia y la vida. Terry, tras el accidente, se dedicará a enseñar a cantar a un grupo de niños huérfanos y habrá varias escenas sorprendentes en que estos la rodeen, como esas bandadas de palomas que acuden a la llamada de los paseantes solitarios que las arrojan migas de pan. Terry, como ellos, ha adquirido gracias a su dolor el poder de convocar a la vida. De forma que será precisamente cuando más sola y herida se sienta cuando esa vida estalle por todos los sitios: en la cercanía de los niños, en sus voces que recuerdan los cantos de los pájaros en los jardines, y en la solicitud de cuantos la rodean. También cuando Michel descubra la razón de que ella no acudiera a la cita, y corra decidido en su busca. Sólo que ahora ya no estarán en la cubierta de un crucero de lujo, bebiendo la vida como si se tratara de un burbujeante champagne, sino en el lugar más expuesto, donde todo es tan delicado e inasible como ese chal que Michel entrega a Terry cumpliendo el mandato de Janou, y que como un talismán habrá tenido el poder de reunirles. Porque para Leo McCarey, como para todos los grandes melancólicos, la vida está en la debilidad.

Leo McCarey realiza esta película en 1939. Cerca de veinte años después, en 1957, vuelve a filmarla, esta vez en cinemascope y con Cary Grant y Deborah Kerr como protagonistas. Es un caso único en la historia del cine, ya que no se trata de una nueva versión, sino de la misma película, ya que ambas remiten al mismo guión y hasta llegan a compartir muchos de sus planos. Es un misterio por qué McCarey hace algo así, y es difícil saber cuál de las dos películas es más hermosa. Pero la posibilidad de contemplarlas una detrás de otra es una de las experiencias más subyugantes que nos ha ofrecido el cine jamás.






Un lugar en el cielo, por Gustavo Martín Garzo
Ficha y datos de la película
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Una historia muy hermosa, por Miguel Marías
McCarey o el cine hecho de momentos
Cronología de Leo McCarey