Cine

En estado de gracia

Charles Laughton, cien años

27 junio, 1999 02:00

El próximo jueves habría cumplido cien años, pero no pudo ser. Murió en 1962, poco después de rodar la que fue su última película, la excelente "Tempestad sobre Washington". Antes había protagonizado casi medio centenar de títulos, y, todavía antes de este antes ya definitivo, subió con el mismo empaque a un puñado de teatros ingleses que lo aclamaron hasta el infinito. También dirigió un filme, "La noche del cazador", maldita y hermosa historia que le brindó por siempre jamás un lugar destacado en el olimpo de los dioses del cinematógrafo. La figura oronda, carismática y un pelín triste de Charles Laughton, actor y director, un fuera de serie, un peso pesado, una gloria, planea hoy de nuevo sobre nosotros.

En Charles Laughton encontramos la esencia de todas las Europas hecha carne (abundante): la obsesión griega por las máscaras, el grave diapasón isabelino, la estética de invernadero británico que sube al escenario para despeinarse por fin, la voz, sobre todo esa voz de bardo celta que hechiza a la tribu arracimada en torno a la hoguera: durante la Segunda Guerra, los heridos ingresados en el hospital Birmingham, en California, encontraron un analgésico en los relatos orales que Charles Laughton les inyectaba a diario como morfina. En otra ocasión, a unos cursos que el actor impartía en Beverly Hills, acudió Marilyn Monroe, con quien debía mantener un diálogo de ficción. Pero, cuando deflagró la voz de Laughton, Marilyn quedó tan impresionada, tan reducida a una nada con ligueros, que perdió la suya y huyó, tal vez buscando consuelo en alguien capaz de comprar un diamante.
Charles Laughton nació al mismo tiempo que el mes de julio de 1899, y lo hizo en Yorkshire (Laughton, no el mes de julio). Su familia regentaba, desde generaciones, el hotel Pavillion, en Scarsborough, y dispuso para él una educación católica en el Stonyhurst College: en un inglés, el catolicismo ya constituye excentricidad, impuesta, en este caso. Charles Laughton se encargaría de inventarse otras durante su existencia, como la monogamia vitalicia con Elsa Lanchester o su colección de arte precolombino: en Hollywood, fidelidad a la pareja y gusto cultural equivalían al catolicismo en Inglaterra, o sea, una rareza de excéntrico.
Laughton, que, por ser el primogénito de tres hermanos estaba programado para heredar, como si de un título nobiliario se tratase, el negocio familiar, supo desde la infancia que conviene obedecer la llamada de una vocación antes que a un padre, por mucho que éste te envíe, en 1915, al hotel Claridge de Londres para aprender a dejar un bombón sobre la almohada de los turistas. Si Laughton no hubiese desobedecido, si no se hubiese atrevido a «matar al padre», Quasimodo y Enrique VIII (Oscar en 1933) seguirían buscando su cuerpo ideal, y esa voz que se basta para resumir la grandeza del cine/teatro, de la máscara, se habría malbaratado asignando habitaciones a funcionarios de vacaciones.
En la elección dramática de Laughton, hubo sin duda mucho de condena genética, de destino, como siempre que a uno lo esclaviza una vocación. Pero, además, Laughton justifica como pocos el viejo axioma según el cual actor es un tipo que pretende probar en la ficción todo aquello que no se atreve a vivir en la realidad. Por su espíritu almibarado que, en 1917, regresó de las trincheras europeas mudo de espanto y sin medallas, por su físico graso de Buda con bombín, Laughton era un lírico al que el cine permitió acceder a una épica falsa, a vidas imposibles. Lo cual, en jerga, equivale a decir que fue un actor de registros diversos, de maleabilidad prodigiosa: un material arcilloso que fue labrado por directores tan antagónicos como Billy Wilder y Alexander Korda.

Charles Laughton, un producto de la cultura clásica europea, fue exportado a los Estados Unidos en 1931 (se nacionalizó en 1950), donde aún permanece, en el cementerio de Forest Lawn. En Hollywood, aportó una hondura de verdadero actor de la que aprendieron los atletas y las starlettes que habitaban unos estudios donde el cine se entendía como mercado de esclavos, como venta de solomillos: «Charles me enseñó que en Hollywood no acaba el mundo, y que el tesoro de un actor es la máscara que fabrica y lo que hace sentir a otros», dijo Shelley Winters. De todas las lecciones que impartió, una de las más recordadas fue la que escuchó Lucille Ball: «Hacer de zorra es sencillo: saca a esa zorra que llevas dentro».