Carlos Hipólito y Emilio Gutiérrez Caba en 'Copenhague',  de Michael Frayn, sobre el encuentro entre Bohr y Heisenberg

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Entre dos aguas

Darwin, de hito científico a novela de aventuras

La narración de los grandes descubrimientos no tiene nada que envidiar a los mejores relatos de ficción

24 noviembre, 2022 03:17

Admiramos a los creadores de historias, tal vez un atavismo de cuando los primeros humanos se reunían por las noches en torno a un fuego y escuchaban a uno de ellos contar historias, reales o imaginadas. Pocas otras cosas podían hacer, rodeados de oscuridad y silencio, acaso roto por sonidos procedentes de animales de los que nada bueno podían esperar. En aquellas historias encontrarían la seguridad que da la imaginación compartida.

Cuando llegó La gran invención, por adoptar el título del reciente libro de Silvia Ferrara (Anagrama, 2022), esto es, la escritura, esas historias encontraron el vehículo para no perderse en la noche del tiempo, no, claro, las de aquellos humanos ancestrales, pero sí otras orales más cercanas que habrían desaparecido, como las que seguramente recopiló, más que imaginó él mismo, un tal Homero, de cuya biografía nada sabemos, lo que no impide que resida en lo más selecto y agradecido de la memoria de la humanidad.

Si se repasa la historia de la literatura, la de la novela en particular, encontramos que en la inmensa mayoría de los casos los argumentos se basan en las infinitas situaciones o variedades que ofrece la vida, escenario del que nadie es ajeno. A través de la literatura vivimos vidas virtuales, vidas que nunca viviremos pero que nos ayudan en nuestras, para la mayoría, limitadas existencias. Pero hay otros escenarios que ofrecen buenas historias.

Un episodio de la ciencia que reúne condiciones para formar el núcleo de una buena novela es el descubrimiento de la estructura de la molécula de la herencia, la doble hélice del ADN

La ciencia, habitualmente considerada el universo de la observación, la medida y la especulación, es uno de ellos. Ejemplos interesantes en este sentido son, entre otros muchos, la novela Doctor Arrowsmith (Nórdica, 2011), de Sinclair Lewis, que se adentra en las tensiones que surgen en un joven médico que se debate entre la práctica clínica y la investigación; la obra de teatro de Michael Frayn, Copenhague, centrada en el encuentro (que efectivamente tuvo lugar) entre Niels Bohr y Werner Heisenberg en plena Segunda Guerra Mundial, cuando este visitó la capital danesa y sobre cuyo contenido no han dejado de comentar los historiadores de la ciencia, obra que desde su estreno en mayo de 1998 en el Royal National Theatre de Londres ha dado ya la vuelta al mundo.

También el relato del prematuramente desaparecido Harry Thompson, Hacia los confines del mundo (Salamandra, 2007), que utiliza como asunto central el viaje alrededor del mundo que Charles Darwin realizó a bordo del Beagle entre diciembre de 1831 y octubre de 1836, periplo que resultó decisivo para la teoría de la evolución de las especies que produciría años después; La desaparición de Majorana (Tusquets, 2007) de Leonardo Sciascia, que elabora sobre el que quizá sea el mayor misterio personal de la física del siglo XX, la desaparición en 1938 del físico teórico nuclear italiano Ettore Majorana; o En busca de Klingsor (1999) de Jorge Volpi, que trata de los esfuerzos alemanes durante el Tercer Reich por fabricar una bomba atómica.

Puedo imaginar bastantes más episodios de la historia de la ciencia que servirían bien como asunto en torno al que construir una atractiva novela. Qué buena historia dramática, con un toque dickensiano, se puede componer inspirada en el ejemplo de Évariste Galois, republicano, revolucionario, y su no menos revolucionaria e incomprendida entonces matemática, que murió en 1832 –tenía solo veintiún años– como consecuencia de las heridas que recibió en un duelo, y que empleó sus últimas horas en escribir una carta a un amigo con la esencia de sus ideas sobre las que posteriormente se edificaría todo un mundo matemático.

Y qué decir del episodio de la detención y ajusticiamiento de Lavoisier, el padre de la química moderna, y de sus últimos días en prisión antes de sucumbir ante el invento del médico y diputado francés Joseph Ignace Guillotin.

Cuánto juego daría utilizar documentos como la agridulce carta que desde la cárcel escribió a un primo el 7 de mayo de 1794: “He desarrollado una carrera razonablemente larga, y de bastante éxito, y creo que mi memoria será acompañada con algunos lamentos, acaso con alguna gloria.

¿Qué más podría haber deseado pedir? Los sucesos de los que me encuentro rodeado probablemente me evitarán los inconvenientes de la vejez. Si experimento algunos sentimientos penosos, es por no haber hecho más por mi familia; es por haber sido desposeído de todo y no poderles dar ni a ella ni a vosotros ninguna prueba de mi cariño y agradecimiento”.

Otro episodio de la ciencia que reúne condiciones para formar el núcleo de una buena novela es el del descubrimiento de la estructura de la molécula de la herencia, la doble hélice del ácido desoxirribonucleico (ADN). Atractivos no faltan en este descubrimiento, que, además, constituye uno de los capítulos más transcendentales de la historia, no solo de la ciencia sino también, estoy convencido de ello, de la humanidad, pues no es aventurado pensar que representará la base y cimiento sobre el que se edificarán –¡se están edificando ya!– nuevas versiones de la vida, incluyendo la humana: el mundo de lo transgénico.

[Los 'emojis' nacieron en los caparazones de las torgutas]

Se trata de una historia de intrigas, colaboraciones y desencuentros, machismo, algún adulterio incluso, y de búsquedas inciertas de caminos científicos que fueran fructíferos y novedosos –esto explica, por ejemplo, que aparezcan físicos (Crick, Wilkins, Delbrück, Szilárd) que hicieron de la biología su hogar científico–; un hito protagonizado por personajes con personalidades profundamente diferentes, los principales: el arrogante, y sin duda muy inteligente, Francis Crick, provisto de una lengua viperina; James Watson, que no le iba a la zaga a Crick en ninguna de tales características; Maurice Wilkins, visitante frecuente de psicoanalistas; Rosalind Franklin, tan dotada como suspicaz e intransigente; o Linus Pauling, el químico superior que no se conformaba con haber abierto la puerta de la química a la mecánica cuántica y que participó también en la búsqueda del secreto de la vida.

El secreto de la vida es precisamente el título de un excelente y muy bien documentado libro de Howard Markel que acaba de publicarse (La Esfera), en el que, al hilo de reconstruir la historia del ADN, se pueden encontrar todos estos personajes y situaciones.

La ciencia, no lo olvidemos, también es vida y por consiguiente puede y debe estar presente en la literatura, pero no solo en escenarios distópicos.

Gabriel Calderón, en uno de sus ensayos. Foto: Alejandro Persichetti

Gabriel Calderón: "He puesto todo mi asco y mi dolor al servicio del teatro"

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