Leo un artículo en el que se argumenta, ¡una vez más!, que los trabajos que Albert Einstein publicó en 1905 –el del efecto fotoeléctrico y el de la teoría de la relatividad especial, aunque también se debería incluir en el paquete el de la explicación del movimiento browniano y el de la famosa ecuación E=m·c2– se deben entender como resultado de una “colaboración” entre él y su primera esposa, Mileva Maric. He tratado varias veces de explicar lo infundado de semejante aserción y no tengo intención de volver a este asunto, en el que la historia parece dejar paso a los deseos, pero antes de entrar en lo que realmente quiero tratar hoy, permítaseme una última reflexión. ¿Puede alguien pensar que el autor de la teoría de la relatividad general (el sistema que sustituyó a la teoría de la gravitación universal que Isaac Newton presentó en 1687), para muchos, entre los que me encuentro, la obra más original jamás elaborada en la historia de la ciencia, necesitó de la ayuda –aparte de la emocional, que no es, por supuesto, desdeñable– de su novia (después esposa)? Y, recordemos que cuando Einstein elaboró, entre 1911 y 1915, esa maravillosa teoría, aún vigente, su relación con Maric estaba muy deteriorada: se separaron en 1913 y divorciaron en 1919.
Lo que realmente atrajo mi atención del artículo al que antes he hecho referencia es otra cosa: la mención a Emmy Noether (1882-1935), una matemática que admiro, tanto a su obra como a su persona (dediqué a ella mi artículo en estas páginas del 8 de abril de 2016). Se dice en el mencionado artículo que Noether es “una figura fundamental en las matemáticas y la física teórica”. Ahora bien, que su obra matemática fuese notable, que probablemente –hasta hace no mucho– fuese la mujer más destacada en la historia de la matemática, no quiere decir que se trate de “una figura fundamental”. Seamos precisos: fundamentales en la historia de las matemáticas fueron, limitándome a los siglos XIX y principios del XX, personajes del tipo de Gauss, Riemann, Galois, Cantor, Hilbert o Gödel. Y en cuanto a la física teórica, que es donde su nombre permanece de manera más visible a través del denominado “teorema de Noether” (1918) –que relaciona simetrías con leyes de conservación–, se trata de un instrumento ciertamente importante en el arsenal de los físicos teóricos, pero si se estudia cómo llegó Noether a él (algo siempre conveniente antes de pronunciar rotundas aseveraciones) encontraremos que fue un problema que le plantearon, en Gotinga, Hilbert y Klein, alertados de esa posible relación matemática por una cuestión ligada a la relatividad general (por entonces, Noether penaba institucionalmente en la Universidad de Gotinga, a pesar del apoyo explícito de David Hilbert, Felix Klein y Albert Einstein). Naturalmente que había que concretar y desarrollar la idea, pero como cualquier científico sabe, el planteamiento de un problema es parte importante de una demostración.
En el artículo al que estoy haciendo referencia, también se dice que Emmy Noether “en la actualidad sigue siendo muy poco conocida”. Es cierto, pero lo que hay que preguntarse es cuán extendida está, o deja de estar, en la sociedad la “fama” en el caso de los científicos. Y no me hablen de Einstein, Hawking, Marie Curie, Copérnico (por eso de “giro copernicano”), Galileo (por su choque con la Iglesia), Darwin, Cajal (en España), si acaso Newton y tal vez alguno más. Tomen, por ejemplo, a un científico absolutamente extraordinario, cuya contribución más importante (no la única, habría que recordar, por ejemplo, sus aportaciones a la física estadística) hizo posible construir un mundo científico-tecnológico del que dependemos en medida casi inimaginable: el escocés James Clerk Maxwell y la teoría del campo electromagnético, o electrodinámica. En mi muy restringido club de los “grandes científicos” de todos los tiempos, Maxwell figura detrás de Newton, Darwin y Einstein, pero cerca. Pues bien, yo he preguntado en varias ocasiones a diversas personas, ilustres de la cultura no científica española, si habían oído su nombre, y la respuesta ha sido siempre: “¿Quién es ese?” Así que si Noether no es conocida, no se sorprendan.
Lo que, en última instancia, subyace en manifestaciones-juicios como los que he señalado es la cuestión de la defensa de la capacidad de las mujeres para la investigación científica, una causa noble y necesaria donde las haya. Pero una causa que para defenderla no necesita de exageraciones, se sostiene por sí sola. Si hasta no hace demasiado tiempo han sido pocas las mujeres que han realizado contribuciones notables a la ciencia no es porque sean inferiores a los hombres en cualquiera de los atributos que debe poseer quien se dedique a la investigación científica, sino por las condiciones a las que han estado sometidas. Una verdad, para mí, de Perogrullo.
Comprendo, por supuesto, que se haga hincapié en todo eso de “la primera mujer en…”, como muestra de legítimo orgullo por un logro que va más allá de lo puramente científico, pero, si soy sincero, admiro más a mujeres como la matemática Julia Bowman Robinson (1919-1985), de la que probablemente pocos/as de quienes se afanan en encontrar pasadas muestras de grandeza científica en mujeres habrán oído nombrar. Remedien su ignorancia leyendo el libro, Julia. A life in Mathematics (1996), de Constance Reid, también magnífica biógrafa de Hilbert y Richard Courant. De él, he extraído la siguiente cita: “Toda esta atención ha sido gratificante pero también embarazosa. Lo que realmente soy es una matemática. En lugar de ser recordada como la primera mujer en esto o aquello, preferiría ser recordada, como debería serlo un matemático, simplemente por los teoremas que he demostrado y los problemas que he resuelto”.