Los científicos se esfuerzan por resaltar los beneficios que la humanidad ha recibido, y continúa recibiendo, de la ciencia. Los ejemplos en este sentido son, efectivamente, innumerables. Gracias al avance de conocimiento científico vivimos más y mejor, es posible acceder a una mejor alimentación, vivienda y fuentes de energía, trasladarnos de un lado a otro con rapidez y comunicarnos unos con otros en una medida inimaginable hace poco más de un siglo. No todos, lamentablemente, que todavía hay mucha miseria y desamparo en el mundo. Y no se debe olvidar lo que significa la ciencia en la educación: de lejos, es el mejor instrumento inventado para librarnos de mitos, aunque no siempre semejante liberación nos libre del dolor; por ejemplo, del dolor que da saber que somos polvo de estrellas y que al polvo cósmico regresaremos.
Podríamos decir que los primeros pasos de la aplicación de la ciencia a la guerra se dieron de la mano de los estudios de Galileo
Existe, no obstante, otra cara de la ciencia, la del papel que, aliada con la tecnología, ha desempeñado en la guerra, una de las “actividades” más tempranas de nuestra especie. No se puede culpar a la ciencia-tecnología de que existan las guerras, pero es un hecho que con su desarrollo aumentó significativamente el poder destructivo de las armas empleadas en los enfrentamientos entre naciones, grupos e individuos. Dejando de lado aportaciones antiguas como las del gran Arquímedes (siglo III a. C.) diseñando espejos cóncavos que reflejaban la luz del Sol dirigiéndola a los barcos que se dirigían a atacar Siracusa para incendiarlos, o lo que significaron para la guerra procesos como la mejora en la extracción y tratamiento del hierro, la invención en China de la pólvora y la subsiguiente aparición de las armas de fuego, en los que el conocimiento científico apenas desempeñó papel alguno, pero sí un procedimiento tan antiguo como es la observación y “la prueba y error”, podríamos decir que los primeros pasos de la aplicación de la ciencia a la guerra se dieron de la mano de los estudios de Galileo. Son los que realizó sobre el movimiento de los proyectiles lanzados por cañones, que ocupan numerosas páginas de uno de sus dos grandes libros: Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias relativas a la mecánica y a los movimientos locales (1638).
Pero fue sobre todo a partir del siglo XIX, con las máquinas de vapor que más de un siglo antes habían puesto en marcha la Revolución Industrial, y cuyo uso propulsó la tecnociencia termodinámica, cuando fue posible construir mejores armas e impulsar vehículos terrestres o navíos. Desde entonces, la letalidad del armamento no ha hecho sino aumentar, impulsada, ahora sí, por el gran avance científico alcanzado durante los dos últimos siglos. No en vano a la Primera Guerra Mundial se la ha denominado “la guerra de la química”; y en la Segunda fueron decisivos la aviación, el radar y, finalmente –manifestación suprema de las posibilidades nocivas que proporciona la ciencia a la guerra– las bombas atómicas de fisión que se lanzaron sobre Hiroshima y Nagasaki en agosto de 1945. De hecho, el epílogo de esas dos contiendas, la Guerra Fría que enfrentó a Estados Unidos y a la Unión Soviética, fue una confrontación no solo ideológica sino también, y en no pequeña medida, científico-tecnológica (recuérdese, por ejemplo, lo que significó el lanzamiento en 1957 del satélite soviético Sputnik).
Consecuencia del valor que la ciencia mostró a los militares fue la atención que recibió al finalizar la Segunda Guerra Mundial –y quien dice “atención” dice “financiación”–, como puso de manifiesto el caso de Estados Unidos a partir de 1945, siendo los físicos sus principales beneficiarios. No es posible, de hecho, entender plenamente el desarrollo de la física de altas energías-partículas elementales sin semejante apoyo.
Ahora bien, pese a ser importantes, la ciencia y tecnología son únicamente instrumentos de los que se sirven las guerras, procesos en cuyos orígenes intervienen diversos elementos. Uno de ellos es la dual naturaleza humana, que navega en las turbulentas y conflictivas aguas de la cooperación y de la ambición: la egoísta lucha darwiniana por la supervivencia necesita también del altruismo. Otro elemento son los malditos nacionalismos, una sempiterna pandemia de la que la humanidad no ha sabido librarse y que desgraciadamente parece empeorar.
“La guerra –escribe la gran historiadora canadiense Margaret MacMillan al comienzo de su reciente libro, La guerra. Cómo nos han marcado los conflictos (Turner)– nos plantea una serie de interrogantes acerca de lo que significa ser humano y sobre la esencia misma de la sociedad. ¿Hace emerger la guerra la parte bestial de la naturaleza humana, o más bien su mejor parte? ¿La guerra es una faceta imborrable de la sociedad humana, imbricada en ella como un pecado original desde los tiempos en los que empezamos a organizarnos en grupos sociales? […]. ¿Son los cambios sociales los que conllevan nuevos tipos de guerra, o bien es la guerra la que transforma la sociedad?”. Son estas cuestiones fundamentales, incluso en aquellas naciones que ahora parecen protegidas de conflictos bélicos, pues en el globalizado mundo actual, la correa de transmisión entre lo lejano y lo cercano, entre lo bendecido por la paz o lo maldecido por la guerra, actúa muy rápidamente, como un virus que no conoce fronteras.
Es triste reconocerlo, pero al favorecer las guerras el desarrollo científico éste ha traído productos beneficiosos a la sociedad civil, especialmente en el ámbito de la medicina –por ejemplo, tratamientos para enfermedades infecciosas como el tétano o la tuberculosis–, aunque también abundaron en otras ciencias; la invención del máser y el láser está firmemente entroncada con el deseo de disponer de radares militares más precisos. Y no es solo la ciencia la beneficiada, también lo es la sociedad civil. Citando de nuevo a MacMillan: “Las grandes guerras estimulan el empleo; la mano de obra se vuelve más valiosa, así que los salarios y prestaciones aumentan, y los ricos pagan impuestos más altos de manera voluntaria (o les cuesta más evitar hacerlo). Al final de una guerra destructiva también resulta más fácil contemplar programas de reconstrucción y prestaciones sociales y ganarse con ellos el apoyo del pueblo”. Si alguno piensa que es doloroso que suceda esto, que sepa que tiene en mí un compañero.