Existen temas de nuestro tiempo que son, sin embargo, de todos los tiempos. Uno de ellos es el problema de qué es la mente y su relación con el cuerpo. Nótese que mientras no parece haber problema en saber qué es el cuerpo, no sucede lo mismo con la mente. En palabras de Siri Hustvedt, en el que acaso sea su libro más ambicioso, Los espejismos de la certeza (Seix Barral, 2021): “Lo cierto es que no hay consenso sobre la mente. No existe una teoría única sobre qué es. Reina la confusión, y no sólo entre aquellos que rara vez piensan en el problema mente-cuerpo. Científicos, filósofos y estudiosos de toda índole se enfrentan a menudo con esta pregunta. ¿Son entidades diferentes, como piensan los denominados “dualistas” –el viejo Descartes a la cabeza– o la mente no es, de alguna manera, sino un producto de la materia, del cuerpo?
La mente es una actividad del cerebro. Este, a su vez, es una parte del cuerpo, la "sala de máquinas" del ser humano
Lego como soy de este mundo –científico por encima de todo pero también filosófico– me inclino a pensar que la mente es un producto, una “actividad” del cerebro, que no es, claro, sino una parte del cuerpo, la “sala de máquinas” del ser humano y, no lo dudo, de otros seres, no necesariamente solo primates homínidos o mamíferos. Eso sí, el cerebro es una “sala de máquinas” extraordinaria, en la que se reúnen hardware y software: habla consigo mismo, lo que significa que tiene autoconciencia; almacena recuerdos (memoria); toma decisiones; experimenta sensaciones como dolor incluso cuando no existe una causa física que lo genere, esto es, cuando imaginamos experiencias dolorosas; es capaz de pensamiento simbólico, entre cuyas manifestaciones se encuentran nuestros lenguajes y la ciencia que pretende entender el entorno –la naturaleza– de su “casero”, de manera compatible con lo que observamos pero que él “interpreta”; y produce “cosas” como música, matemática o valores ético-morales.
No soy el único que piensa así, pero otras personas, con buenos argumentos, tienen ideas diferentes. Un magnífico ejemplo en este sentido es el libro de dos profesores de la Universidad Rovira y Virgili de Tarragona, Fernando Vidal y Francisco Ortega, publicado originariamente en inglés (2017), ¿Somos nuestro cerebro? La construcción del sujeto cerebral (Alianza, 2021), de cuyo contenido da idea la siguiente cita: “No nos convenceremos de que la belleza pueda ser definida como una cualidad de los objetos que se correlaciona con la ‘activación’ de la corteza orbitofrontal media, o de que semejante definición pueda servir de base para juzgar obras de arte o para explicar la experiencia estética. Tampoco pensamos que los enfoques neurobiológicos, ya estén estos inspirados por la convicción o el oportunismo, sean siempre apropiados o incluso relevantes para dar cuenta de los fenómenos humanos complejos. Dicho de manera más general, no tomamos lo ‘neuro’ como algo que ‘se da naturalmente’, y cuestionamos la mayoría de las interpretaciones del lugar común según el cual ‘la mente es aquello que el cerebro hace’”.
Si se trata de rebajar el papel del cerebro, una posibilidad es dar mayor protagonismo al medio en el cual se mueve el sujeto cerebral (el portador del cerebro). En este punto me viene a la cabeza (¿a la mente?) la oveja Dolly, a la que se solía considerar el primer clon de un mamífero. Pero estrictamente, fue un clon de un tipo diferente, menos estricto que los gemelos, pues en el caso de estos se trata de una clonación más absoluta, ya que al surgir de una escisión embrionaria, poseen no sólo idéntico ADN sino también el mismo citoplasma, mientras que clones como Dolly sólo tienen el mismo ADN que la célula que aporta la carga genética. Pero el ADN no opera aislado, sino que se halla en constante diálogo con su entorno citoplasmático. Dolly no es, por tanto, un verdadero clon de la oveja original, sino simplemente un clon del ADN, o “clon genómico”. Trasladado este ejemplo al caso del cerebro y sus facultades, las propiedades-actividades a las que yo aludía anteriormente podrían entenderse como un producto “compartido” del cerebro y del entorno en el que actúa y ante el que reacciona.
Lo he dicho muchas veces: soy darwiniano, adepto a la idea de que somos el producto de las circunstancias que fue encontrando la vida al ir desarrollándose al hilo de los cambiantes escenarios terrestres. Para explicar los caminos que ha seguido la vida se hace hincapié habitualmente en las mutaciones genómicas y en la lucha por la supervivencia, pero también habría que tener en cuenta la intervención del cerebro, de los diferentes cerebros, productos de esos mismos cambios evolutivos que, a su vez, podrían condicionar los caminos evolutivos, pues intervienen en las “conductas”, un factor central en la lucha por la supervivencia. Dicho de otra manera, si se pretende entender qué es el cerebro también hay que ocuparse de su historia, tarea a la que se dedica otro libro, uno más de los que están proliferando en los últimos tiempos sobre estos temas: Una historia natural de la humanidad. El apasionante recorrido de la vida hasta alcanzar nuestro cerebro consciente (Paidós, 2021), de Joseph Le Doux, profesor de ciencia neuronal, psicología y psiquiatría en la Universidad de Nueva York.
Se llega así a la pregunta, no ciertamente la única, para entender qué es el cerebro, pero sí la que, egoístamente, más nos interesa: ¿es nuestro cerebro lo que nos hace humanos? Camilo José Cela Conde y Francisco J. Ayala se la han hecho en un nuevo libro producto de la colaboración que mantienen desde hace años, Humanos. ¿o no? (Alianza, 2021). Su respuesta: “El fundamento de las peculiaridades que nos hacen humanos es un proceso cuantitativo, el de la expansión cerebral en el género Homo. Y ese aumento del cráneo y del cerebro fue posible, a la larga, gracias a que, hace siete millones de años, los primeros miembros de nuestro linaje comenzaron a explorar el suelo del bosque tropical andando de forma erguida. Gracias a esos primeros pasos somos humanos ahora”.