La especie Homo Sapiens, a la que pertenecemos, domina la Tierra. Existen, es cierto, formas de vida que nunca podremos erradicar, como las bacterias, algunas de las cuales viven dentro de nosotros, desde la boca hasta el tracto intestinal, o las hormigas, pero nos hemos impuesto a una infinidad de otras especies hasta el punto de que somos el mayor peligro que existe para la biodiversidad, en especial pero no únicamente, para las más elaboradas, esas obras de arte de la evolución como son los elefantes, ballenas, gorilas de montaña o tigres. Sin embargo, por mucho valor que nos demos a nosotros mismos, sabemos que nuestra especie bien pudo no llegar a existir, o hacerlo pero haber terminado desapareciendo.
Los hallazgos recientes muestran el enorme puzle que es la historia del género Homo, lo complicado que es conocer cuántas variedades aparecieron y dónde lo hicieron
Más aún, formamos parte de un género, Homo, que ha tenido otras ramas. Es natural, por consiguiente, que nos preguntemos cuál es nuestra historia, cuáles nuestros “progenitores”, con quién estamos emparentados. Es lo que José María Bermúdez de Castro, uno de los codirectores de la excavación de Atapuerca, ha denominado recientemente “La gran odisea de la evolución humana”, el subtítulo de su libro Dioses y mendigos (Crítica 2021), que bien se puede complementar con otro más sencillo, La vuelta al mundo en seis millones de años (Alianza, 2020), de Guido Barbujani y Andrea Brunelli.
El instrumento básico para intentar desentrañar el inmenso rompecabezas que es la historia de nuestros orígenes es el registro fósil (“paleoantropología”), que permite conocer las sendas que pudo seguir la evolución para “producirnos”. No es una tarea fácil abrirse camino en este campo, pues los restos que se encuentran suelen ser escasos y fragmentarios; es como reconstruir un puzle de miles de piezas conociendo muy pocas. Afortunadamente desde hace algún tiempo también se dispone de otro instrumento de importancia capital, la “arqueogenética”, en la que se utilizan técnicas de análisis del ADN para descifrar genomas de los fósiles encontrados (ver, por ejemplo, el libro de Johannes Krause y Thomas Trappe, El viaje de nuestros genes, publicado por Debate en 2020).
La paleoantropología nos ha permitido averiguar que el Homo sapiens ha tenido parientes, lejanos y más cercanos, que forman la gran familia de los homínidos, perteneciente al orden de los primates. Si buscamos inicios de esta historia “familiar”, un buen punto de partida es 1964, cuando la revista Science publicó un artículo en el que el justamente famoso Richard Leakey describía junto a Phillip Tobias y John Napier los fósiles que habían encontrado en la garganta de Olduvai, situada al norte de Tanzania, que asignaron a una especie que nombraron Homo habilis –nombre sugerido por el hecho de que junto a sus restos se encontraron numerosas herramientas de piedra–, cuya antigüedad finalmente se estableció entre 1,9 y 1,7 millones de años.
Pero fueron surgiendo otras variedades del género Homo, entre las que se cuentan Homo rudolfensis (1986, Kenia; 1,9 millones de años), Homo erectus (1894, 1940, Asia y Europa; 1,8 millones de años-100.000 años), Homo ergaster (1975, África; 1,9-1,4 millones de años), Homo georgicus (2002, República de Georgia; 1,8 millones de años), Homo antecessor (1994, Atapuerca; 900.000 años) y Homo naledi (2015, Sudáfrica; 300.000-230.000 años). Y no son las únicas; está también, por ejemplo, una más reciente, Homo floresiensis (2004, isla de Flores; extinta hace alrededor de 50.000 años).
Se trata de especies que surgieron en el alambicado crisol de la evolución y que terminaron desapareciendo, especies que, parece, no mantuvieron relaciones con el Homo sapiens, que apareció hace alrededor de 300.000 años. Diferente es el caso del Homo neanderthalensis, los neandertales, que coincidieron e hibridaron con los sapiens (en nuestro genoma existen restos del suyo), y otro tanto sucede con Homo denisoviensis, los denisovanos, descubiertos en las cuevas siberianas de Denisova en 2010, que se cree vivieron entre hace un millón y 40.000 años. Se piensa que humanos, neandertales y denisovanos tuvieron un tronco común, del que se separaron hace unos 700.000 años.
Pinceladas como las anteriores muestran el enorme puzle que constituye la historia del género Homo, lo complicado que es conocer cuántas variedades aparecieron y dónde lo hicieron, cuáles fueron sus características físicas y manuales, sus “culturas”, cuánto tiempo sobrevivieron y si hibridaron entre sí. Se trata de una historia que cambia y se complica periódicamente. La última “perturbación” procede de dos descubrimientos, uno el de los restos hallados en Israel de una especie de neandertal arcaico, al que se ha bautizado como Homo de Nesher Ramla, y otro el de una supuesta nueva especie hallada en China, Homo longi, esto es, “Hombre dragón”. La importancia del primero es que parece indicar que los neandertales no surgieron en Europa, como se cree habitualmente, sino en Oriente Medio (suroeste de Asia). La relevancia del segundo –un cráneo de al menos 146.000 años de antigüedad que aunque se encontró, dicen, en la década de 1930 se mantuvo escondido, en posesión de una familia hasta hace poco tiempo– reside en que podría ser un pariente más cercano a los Homo sapiens que los neandertales, algo que sería importante para comprender mejor nuestra especie.
“Comprender a nuestra especie”, sí, pero por mucho que se avance y que podamos construir un “árbol” más o menos satisfactorio de la familia homínida –nunca estaremos seguros de que esté completo–, aún quedarán muchas preguntas por responder. La principal tiene que ver con el cerebro, sobre el que la paleoantropología únicamente puede ofrecer datos sobre la capacidad craneal, información que se complementa analizando los restos de las herramientas que acompañan –cuando existen– a los fósiles descubiertos.