La llegada del Antropoceno
El término acuñado por el Nobel Paul Crutzen describe cómo las acciones humanas han tenido efectos drásticos sobre la Tierra
8 marzo, 2021 09:00En cierto sentido, metafóricamente, la vida, nuestras vidas, son como una representación de teatro a la que asistimos. Y aunque seamos conscientes de que ocupamos en ella una parte como protagonistas, constatamos al mismo tiempo que van desapareciendo personajes que ya nunca más vuelven a aparecer. Es como si fuera una cadena que se prolonga en múltiples direcciones y en la que, de vez en cuando, desaparecen eslabones que una vez fueron importantes y que ahora sobreviven solo en nuestros recuerdos.
El término Antropoceno sobrevivirá en nuestro idioma, pero lo hará como testimonio de nuestro egoísmo y miseria moral
El 28 de enero pasado se rompió definitivamente uno de esos eslabones. A la edad de 87 años falleció Paul Crutzen, especialista neerlandés en química atmosférica. No mucho antes, el 7 de octubre de 2020, lo había hecho el ingeniero químico mexicano Mario Molina, a quien llegué a conocer. Ocho años antes de la desaparición de éste, había muerto Sherwood Rowland, químico estadounidense. A los tres les unió el Premio Nobel de Química que compartieron en 1995. En la ceremonia de presentación del galardón, Ingmar Grenthe, de la Academia Sueca de Ciencias, resumió sus contribuciones: “Hemos llegado a comprender que influimos y somos influidos por nuestra bioesfera, nuestra área vital. Uno de los objetivos de la ciencia es describir y explicar cómo sucede esto. En sus investigaciones sobre las reacciones químicas que tienen lugar en la atmósfera terrestre, los laureados con el premio Nobel de Química han adoptado esta perspectiva global. Éstas han incluido estudiar cómo se forma y descompone el ozono y cómo puede verse afectado por sustancias químicas existentes en la atmósfera, muchas de las cuales son producto de actividades humanas. En 1970, Crutzen demostró que óxidos de nitrógeno, formados durante procesos de combustión, podrían afectar al ritmo de disminución del ozono en la estratosfera. En 1974, Mario Molina y Sherwood Rowland demostraron que compuestos de cloro formados por la descomposición fotoquímica de clorofluorocarbonos (CFC o gases de ‘freón’) podían descomponer el ozono estratosférico”.
Y continuaba explicando que esos óxidos de nitrógeno eran producidos por aviones supersónicos, motores de vehículos o plantas de combustión; y que gases CFC procedían de acondicionadores de aire y de aerosoles (esprays). Todo esto, combinado con una “cultura de usar y tirar” –que no nos ha abandonado– conducía a la siempre creciente pérdida del ozono atmosférico, compuesto que es especialmente importante ya que absorbe la perjudicial radiación ultravioleta procedente del Sol.
Que aquellas investigaciones transcendían lo meramente académico quedó demostrado en 1985, cuando el equipo dirigido por Joseph Farman detectó sobre la Antártida una rápida disminución de ozono. Investigaciones posteriores demostraron que este agujero en la capa de ozono se debía, efectivamente, a la presencia de átomos de cloro en la estratosfera, procedentes de CFC. Eran los tristemente famosos “agujeros de la capa ozono”, que condujeron a que en 1987 la ONU redactara el denominado Protocolo de Montreal que reclamaba una reducción del 50 % en las emisiones de CFC para 1999. Y, ante el aumento de las evidencias, pronto se exigió una prohibición total de la producción de estos gases, prohibición que llegó el 1 de enero de 1996. Mediciones posteriores confirmaron que la emisión de CFC cesó prácticamente. No es por ello exagerado –aunque también debe incluirse a Crutzen y Molina– que en el obituario que The Guardian dedicó a Rowland se le denominara, “el hombre que salvó al mundo”.
Pero hoy a quien quiero recordar es a Paul Crutzen, por un neologismo del que fue responsable: Antropoceno. Fue en un congreso científico que se celebró en Cuernavaca en 2000, dedicado al estudio de cómo opera la Tierra entendida como un sistema propio. En una de las sesiones se utilizó una y otra vez el término “Holoceno”, para denominar a “la época geológica que comenzó poco después de la última Edad de Hielo, hace unos 11.700 años, y que llega hasta la actualidad”. La continua utilización de este término, que englobaba tanto al mundo de los primeros granjeros-agricultores con el dominado por elementos como el petróleo o la electrificación, molestó a Crutzen que estalló: “Dejen de hablar del Holoceno. Ya no estamos en él”. “¿Entonces en qué período estamos, Paul?”, le preguntaron. Pensó rápidamente y finalmente sentenció: “En el Antropoceno”.
El 21 de mayo de 2019, el Grupo de Trabajo sobre el Antropoceno, de la Subcomisión de Estratigrafía Cuaternaria de la Unión Internacional de Ciencias Geológicas, votó a favor (29 frente a 4) de que se incluyera el término “Antropoceno” como “unidad formal crono-estratigráfica” para describir el intervalo de tiempo durante el cual las acciones humanas han tenido efectos drásticos sobre la Tierra y sus ecosistemas. Todavía queda el dictamen final de la Comisión Internacional de Estratigrafía para que “Antropoceno” pasé a formar parte de la nomenclatura geológica oficial, pero el término ya está aquí y no creo que nos abandone. José María Merino, por ejemplo, acaba de publicar una colección de amenos relatos –es literatura pero también pensamiento y crítica social– bajo el título de Noticias del Antropoceno (Alfaguara), en el que recoge no pocas de las características de este tiempo nuestro (y venidero).
En el tercer tomo de sus Principles of Geology (1833), Charles Lyell, padre de la geología moderna, propuso dividir el Terciario (ahora conocido como “Era Cenozoica”, que cubre desde hace 66 millones de años hasta la actualidad) en tres Series: Eoceno (del griego eos, aurora, comienzo, y kainós, reciente), Mioceno (de meios, menos, reciente) y Plioceno (de pleios, más, reciente). Era una terminología que honraba al conocimiento geológico, pero también a la antigua tradición lingüista griega. Antropoceno sobrevivirá en nuestro idioma, sí, pero lo hará como testimonio de nuestro egoísmo y miseria moral. Porque saber, sabíamos…