Son muchas las personas, del presente y del pasado, que han observado con envidia a las aves, a las que vuelan (no todas lo hacen; por ejemplo, los avestruces y los pingüinos). Imitar a los pájaros, volar igual que lo hacen ellos, fue un sueño largamente acariciado por los humanos. Acariciado y temido; de ahí el mito de Ícaro. Leonardo da Vinci fue uno de los que ansiaron dominar ese secreto que las aves de forma tan natural poseen. Difundidas por el esplendoroso poder de su habilidad artística, son familiares las máquinas de volar que imaginó. Contemplado desde la perspectiva actual, Leonardo consideró dos métodos de vuelo. Uno radicaba en la imitación directa del vuelo de las aves; así, entre sus dibujos aparece un hombre equipado con un par de alas batiéndolas como un pájaro (hoy en día a un aparato de este tipo se le llama ornitóptero). El otro método se basaba en el llamado “tornillo de Arquímedes”, que debía penetrar en el aire; en cierto sentido, se le puede considerar como un antecedente del helicóptero.
Mucho tiempo después otros intentaron cumplir los deseos de Leonardo, pero la verdadera aviación nació, como en bien sabido, con “máquinas más pesadas que el aire”, “pájaros mecánicos” provistos de motores que pueden desplazarse con un piloto a los mandos. Y esto lo lograron dos hermanos estadounidenses, Wilbur Wright (1867-1912) y Orville Wright (1871-1948), que se ganaban la vida fabricando, reparando y vendiendo bicicletas en Dayton (Ohio).
No es sorprendente que algunos organismos hayan desarrollado sistemas para detectar el campo magnético terrestre y utilizarlo en su beneficio
La historia del desarrollo de la aviación es fascinante y hay mucho que decir sobre ella; es una historia en la que ciencia y tecnología tienen que ir de la mano. Sin embargo, lo único que deseo considerar ahora es una pregunta que casi todos nos hemos hecho, creo, sobre el vuelo de las aves y que se refiere a las migraciones que realizan; esto es, a los viajes estacionales regulares que muchas emprenden recorriendo distancias que pueden llegar a los 11.000 kilómetros (como es el caso de una subespecie de la aguja colipinta, que vuela sin efectuar paradas desde Alaska, donde cría, hasta Nueva Zelanda, donde inverna), o alcanzar a alturas de hasta 5.000 metros (una expedición al Everest encontró esqueletos de ánades rabudos y de agujas colipintas sobre el glaciar Khumbu), aunque lo normal es que las aves vuelen a altitudes de entre 150 y 600 metros. Cómo no preguntarse de dónde sacan la energía para semejantes peregrinaciones, o cómo se orientan. Una respuesta a la primera cuestión es que una parte importante de la energía que utilizan procede de su grasa, ya que un animal puede obtener el doble de energía de un gramo de grasa que de un gramo de, por ejemplo, azúcar o proteínas; y la mayoría de los animales –aves incluidas– se preparan para sus migraciones engordando (casi el 50 por 100 de la masa de un pájaro pequeño que inicia una migración es grasa).
Más complicado es responder a la pregunta de cómo encuentran la ruta a seguir. Parece que muchas aves migratorias utilizan la ubicación del Sol, aunque esto plantea la cuestión de cómo saben ajustarse a los cambios de posición de éste (un ave que emigra hacia el sur ve el Sol a su izquierda por la mañana, directamente frente a él a mediodía, y a su derecha por la tarde). Se piensa que, de alguna manera, el sistema de orientación de las aves incluye un “reloj” interno que les permite compensar en tiempo real el movimiento solar. Pero, ¿en qué consiste ese tipo de reloj? Por otra parte está el hecho de que puede estar muy nublado o ser de noche, y aun así mantienen el rumbo. Una teoría sostenida desde hace tiempo es que para ello recurren al campo magnético terrestre (también, si los recorridos son reducidos, pueden orientarse observando los accidentes del terreno, que recuerdan). Ahora bien, si recurren al campo magnético –magnetorrecepción– hay que preguntarse qué parte u órgano utiliza un ave para detectarlo.
Hace tiempo –al menos desde 2007– que algunos científicos han situado esa facultad en un tipo de proteínas fotorreceptoras sensibles a la luz azul denominadas criptocromos, que se encuentran en algunas plantas y animales, regulando sus ritmos circadianos, o, lo que es lo mismo, que actúan como relojes moleculares utilizando la luz solar para sincronizar las funciones del cuerpo, por ejemplo, mientras hay luz durante el día. En las aves los niveles de criptocromos son especialmente elevados en algunas células de la retina, la parte del ojo que reacciona ante la luz, esto es, a los fotones (se trata, por consiguiente, de un fenómeno explicable en términos de la física cuántica). Lo que se ha comprobado recientemente es que los criptocromos son sensibles a variaciones del campo magnético.
El detalle de cómo pueden establecer un “mapa de viaje”, un itinerario, las aves migratorias es, evidentemente, otro problema, pero que disponen de una brújula interna para orientarse sí parece seguro. El campo magnético terrestre, producido por los movimientos de convección del hierro líquido que se encuentra en la parte externa del núcleo de nuestro planeta (esos movimientos generan corrientes eléctricas que producen un campo magnético), desempeña un papel vital en proteger a la Tierra del viento solar y, como se sabe, nos proporciona un medio de orientación tanto en el mar como en la tierra. No es, por tanto, demasiado sorprendente que algunos organismos hayan desarrollado sistemas para detectarlo y utilizarlo en su beneficio. Ahora bien, a cuántas otras especies o procesos biológicos afecta, directa o indirectamente, es algo que todavía se desconoce. Muchas preguntas quedan aún por resolver.