José Manuel Sánchez Ron
Nuestra especie, Homo Sapiens, es singular. Forma parte de un grupo -el de los mamíferos (mammalia)- de animales vertebrados de sangre caliente del que se conocen unas 5.500 especies, con las que compartimos características en los mecanismos fisiológicos, anatómicos y reproductivos (en lo que se refiere a estos últimos, existen unas pocas excepciones: los monotremas, como el ornitorrinco, son mamíferos, sí, pero mantienen algunas características reptilianas, como el poner huevos, por ejemplo).
La ciencia actual está basada en tres revoluciones del siglo XX: la de la física relativista y cuántica y la de la biología molecular
Si los sapiens somos singulares no es por tener emociones, sentir dolor, cuidar de las crías, diseñar tácticas para protegerse o alimentarse, emitir sonidos... Todo esto, dentro de una gran variedad, se da en muchas otras variedades de mamíferos. Nuestra mayor singularidad, esa que nos separa de prácticamente cualquier otra especie y nos hace tan, para las demás, “superiores” (tal vez sea mejor decir “peligrosos”), reside sobre todo en una propiedad de nuestro cerebro: la capacidad de pensamiento simbólico, de imaginar y articular ideas que representan realidades o imaginaciones. Tal vez existan otras especies que sean capaces de algo semejante -probablemente no-, pero no poseen los atributos que permiten desarrollarlas. Atributos humanos como la posición de la laringe, situada algo más baja que en los demás mamíferos, que nos posibilita generar una gran variedad de sonidos, que, a su vez, están controlados por la compleja fisiología de la respiración, que incluye el control preciso de un centenar de músculos (diafragma, intercostales…), control que ejerce nuestra poderosa “cabina de mando”: el cerebro.
Nuestro cerebro es un órgano formado por entre 86.000 y 100.000 millones de un tipo especial de células, las neuronas (las “células del pensamiento” como las denominó su mayor estudioso, Santiago Ramón y Cajal), cada una conectada, mediante influjos nerviosos engendrados por mediadores químicos, a otras 5.000-10.000 más. Cien mil millones de neuronas, cada una pudiendo relacionarse hasta con diez mil neuronas, dan lugar a un conjunto de interconexiones (sinapsis) que pueden alcanzar una cifra de ¡más de 400 billones! ¡En un solo cerebro! Desde esta perspectiva es lícito considerar al cerebro como uno de los objetos más complejos, si no el que más, del Universo. “El pequeño universo que llevamos dentro”, lo denominé una vez. No es sorprendente que aún estemos lejos de comprenderlo, que no sepamos cómo integra y coordina tanta actividad, tanto intercambio de información, tanta diversidad y tanta especialización. Y, lo más sorprendente, cómo tiene conciencia de sí mismo. Es como si una computadora supiera lo que es. ¿Llegará, por cierto, a suceder?
La habilidad cerebral de pensamiento simbólico encontró un aliado inigualable en la escritura, la invención de signos que representan sonidos, que parece data de aproximadamente del IV milenio a. C. Las palabras -oralidad- se las lleva el viento, resisten algún tiempo en la memoria, pero terminan marchitándose, olvidándose. La escritura resiste mucho más. Es, en mi opinión, el mayor invento de la historia de la humanidad. Sin ella, que nos permite construir sobre pilares previamente levantados, no habríamos podido ser lo que hemos llegado a ser. Es cierto que la evolución biológica ha desarrollado algunos mecanismos para no perder conocimientos anteriores. Así, el miedo a las serpientes, tan letales para los humanos, terminó incrustándose en nuestro acervo genético (en ocasiones, a eso lo llamamos “instinto”), pero se trata de conocimientos primarios, lejos de los que dan lugar a “civilizaciones”. El cerebro es, en definitiva, una absoluta maravilla. Y hoy, en este número tan especial de El Cultural, quiero tratar de la que considero su facultad más extraordinaria, en la que se manifiesta en todo su esplendor y potencia la mencionada capacidad de pensamiento simbólico: el diseño de procedimientos para explorar la Naturaleza en todo su apabullante rango, desde los componentes más minúsculos de la materia (¿cuerdas pluridimensionales?, ¿quarks?...) hasta el conjunto del Universo, así como las leyes y teorías que recogen sus comportamientos. Me refiero, claro está, a la habilidad que los humanos tenemos de hacer Ciencia.
Sé muy bien que muchas, demasiadas, personas saben poco de ciencia. Pueden, probablemente, valorarla (es difícil en el mundo actual no darse cuenta de la importancia de la ciencia y la tecnología), pero el tiempo que dedican a aquello que no es necesario para la subsistencia, las relaciones afectivas y el mantenimiento de su salud, lo ocupan en otras cosas: leen novelas o periódicos, escuchan música o la radio, van al cine o al teatro, asisten a competiciones deportivas, ven la televisión... Lamentablemente, cuando se habla de ‘Cultura' no suele pensarse en la ciencia (¡gracias a El Cultural por no participar de semejante monstruosidad!), pero si reflexionamos un poco, solo un poco, veremos lo erróneo de tal idea. Una de las definiciones, la más general, de ‘Cultura' en el Diccionario de la Real Academia Española es la siguiente: “Conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico, industrial, en una época, grupo social, etc”. “Conocimientos y grado de desarrollo científico”, dice. Así es, pero hay más, mucho más, cuando se habla de ciencia, la “actividad, procedimientos y conjunto de conocimientos” a la que más debemos los humanos.
Un número como este, que celebra los veinte años de vida de El Cultural, constituye un lugar particularmente adecuado para elogiar la ciencia del pasado, la actual y la futura. Si tuviera que seleccionar los que considero mayores logros en la historia de la humanidad, sin duda que entre ellos, en lugares destacados y con mucha mayor relevancia que los conseguidos por reyes, militares, legisladores y legiones de escritores y filósofos, incluiría a los mejores científicos y sus obras. Apurando la selección, en primer lugar situaría a ese modelo de pensamiento lógico, paradigma de racionalidad, que son los Elementos de geometría que compuso Euclides de Alejandría hacia el siglo III a. C. Una obra en la que se compone un acabado edificio de proposiciones matemáticas a partir de un grupo previamente establecido de definiciones y axiomas. Solo ser capaces de demostrar el teorema llamado “de Pitágoras”, algo que no es difícil, muestra el poder de nuestro cerebro.
Aún estamos lejos de comprender el cerebro, de como integra y coordina tanta actividad y cómo tiene conciencia de sí mismo
La física que Isaac Newton compendió en Principios matemáticos de la filosofía natural (1687), es otra de las grandes obras de la historia de la humanidad. Independientemente de que Einstein mostrase sus límites con las teorías Especial y General de la Relatividad (1905, 1915), aún continuamos utilizando en miles de actividades las leyes del movimiento y la de la gravitación que se establecieron en ese libro. También a Newton, y a Leibniz, se debe otro de los pilares más sólidos de la civilización, de la de hoy y de la de mañana: el cálculo diferencial e integral. Y no se debe olvidar el sistema que Lavoisier construyó para la química -desterrando siglos de especulaciones alquímicas- en la segunda mitad del siglo XVIII, ni lo que la medicina científica del XIX logró, con aportaciones como la teoría microbiana de la enfermedad de Pasteur y Koch, o la síntesis electromagnética que produjo James Clerk Maxwell (nuestro mundo sería completamente diferente, y peor, si no supiésemos controlar electricidad y magnetismo). Capítulo aparte merece Charles Darwin, quien con su libro de 1859, El origen de las especies, cambió para siempre la idea que los humanos tenían de sí mismos, de nuestros orígenes. Si fuimos bendecidos con un soplo divino, este desde luego fue impuesto en una entidad biológica procedente de otras “más humildes”.
Si nos detenemos en la ciencia actual, observamos que en buena parte está basada en el desarrollo de las tres revoluciones que se produjeron en el siglo XX, monumentos imperecederos de la especie humana: las de la física relativista y cuántica, y la de la biología molecular. Viviríamos de forma muy diferente sin lo que la física cuántica ha permitido entender; basta pensar en el transistor, un “hijo” de esa física, del que derivan todos esos dispositivos que manejamos continuamente y que han dado lugar a la llamada Globalización. De la biología molecular, que tiene en su base a la estructura en doble hélice del ácido desoxirribonucleico (ADN; Watson y Crick, 1953), lo menos que se puede decir es que permite, y sobre todo permitirá en el futuro próximo, atacar males antes inabordables, e intervenir en la vida, en todos los tipos de vida, incluida la nuestra.
¿Qué otra actividad humana puede ofrecer un “currículum” comparable al de la Ciencia? ¿A qué otro producto humano debemos más? Es cierto que la literatura, la gran literatura, nos hace más plenamente humanos, y nos ayuda a encarar la vida haciéndonos partícipes de existencias imaginadas; que la filosofía suscita muchas preguntas -y da a veces respuestas- que la ciencia ni siquiera se plantea; que la historia nos da pistas para actuar en el presente y orientarse el futuro; o que el derecho ordena nuestras sociedades, haciéndolas “vivibles”, pero es la ciencia la que nos ha liberado de innumerables mitos, la que nos permite vivir más y mejor y no sentirnos extraños en un Universo inabarcable (salvo en el pensamiento) del que formamos parte. No sabemos bien qué nos deparará la ciencia del futuro, sí que algunos rasgos de ella comienzan a hacerse presentes (medicina genética, robotización, nanotecnociencia, inteligencia artificial…). Y no debemos temer lo que nos deparará, saber nunca es malo; y si a veces el conocimiento científico (al igual que otros) es un arma de doble filo, no lo es por culpa de la ciencia sino por sus usuarios. Quienes sospechan de ella, son en más de un sentido como Zeus, que castigó a Prometeo por haber enseñado a los humanos a hacer fuego, algo que había sido prohibido por los dioses. Conocer el fuego es equiparable a lo que la ciencia permite, y por eso podemos comprender a Zeus, que no quería que los humanos compitieran con dioses como él, porque es la ciencia la que nos hace ser como dioses, pequeños, efímeros dioses.