Racing de Chamberí, el equipo más antimadridista que ha habido en la capital
Fue la bestia negra del club blanco. Jugó contra él derbis salvajes a principios del siglo XX y, como rememora el libro 'El último gol apache', su afición fue heredada por el Atleti
La primera vez que oí hablar del Racing de Madrid fue en el bar de Hortaleza donde iba a comer cuando El Cultural todavía estaba aliado con El Mundo: el honesto y acogedor Rincón de Antonio. Allí solía estar, tieso y elegante, el padre de Pepi, la mujer que con modales maternales lo regentaba. Adoptaba una posición discreta siempre: se acoplaba en algún ángulo muerto para no interferir en el trajín trepidante de la hora del almuerzo. Superaba ampliamente el centenar de años. Alguna vez yo le tiraba la caña para conversar, pues su memoria funcionaba todavía como un reloj. En la solapa de la chaqueta llevaba con orgullo un pin con el escudo del Real Madrid que me servía de excusa para abrir la charla; en clave futbolera, claro.
Fue él quien me dijo que en la capital hubo en su día un equipazo que le disputaba, en cruentos derbis, la hegemonía a su querido Real. También me contó que dicho club levantó su estadio en Vallecas, justo donde está hoy el del Rayo, e incluso me recitaba una copla que ensalzaba su desempeño en la hierba. Supongo que la cantarían sus aficionados en su día. Esos aficionados, por cierto, se convirtieron en su mayoría a la fe colchonera cuando el Racing desapareció. Aquella historia me despertó, en fin, mucha curiosidad pero, metido en mil líos, no inicié ninguna pesquisa sobre la misma.
El colega José Manuel Ruiz Blas sí lo hizo y a fe que ha sacado petróleo de la impar trayectoria de aquel club romántico y pendenciero que se gestó a la luz de un farol en la Castellana, se asentó en Chamberí -su hábitat natural-, se mudó luego a la avenida de la Albufera (Alfonso XIII entonces) y murió -el año 1931- en un descampado de Brooklyn, jugando el último partido de una demencial gira americana que terminó siendo su puntilla. Ruiz Blas reconstruye este periplo a golpe de hemeroteca en El último gol apache (Debate), un libro documental que, en realidad, se lee como una novela de aventuras: por la trepidante sucesión de acontecimientos, por la mano literaria del narrador, que trae a colación en el relato a Valle-Inclán, Ortega, Unamuno…, y por la fascinación que experimenta el lector ante las asendereadas existencias tanto del equipo rojinegro como de sus integrantes, una tribu excéntrica y audaz donde las haya.
[Bernabéu vs Millán Astray, ¿era el Madrid el equipo del régimen?]
Ahí está el ejemplo de Paco Bru, el entrenador que impulsó la idea de hacer las Américas, una figura sobre la que se ha cebado la amnesia pero que protagonizó, como seleccionador, el primer gran éxito internacional del fútbol español: la medalla de plata en los Juegos Olímpicos de Amberes en 1920. Por entonces no había Mundiales ni Eurocopas, así que, amén de los amistosos, los Juegos eran el marco donde se dirimía la gloria balompédica internacional. En aquel campeonato se acuñó la famosa (y testicular) ‘filosofía’ que preponderó en la Roja hasta la llegada de peloteros como Xavi e Iniesta, propiciadores de la transición de la furia de Amberes al tiquitaca sudafricano. Del rugido de Sabino contra Suecia (“¡A mí el pelotón, que los arrollo!) al toque exquisito de clarividentes y menudos mediocampistas provistos de tiralíneas en las botas que nos regalaron el hito de vencer, consecutivamente, en dos Euros y un Mundial.
Bru, la verdad, requiere un libro para sí mismo. Fundó en Barcelona el Internacional como alternativa al Español y el Barça, en los que militó como jugador. Fue también un árbitro bastante peculiar: solía mostrar un pistolón al comienzo de los partidos para evitar protestas y desaires. Ejerció como periodista y conferenciante capaz de reunir nutridas audiencias que le reportaban pingües beneficios. En sus charlas, desentrañaba las tácticas imperantes (inglesa, escocesa y centroeuropea) y las reglas de aquel juego formulado en Inglaterra que, con los años, se apoderaría del mundo entero. Entrenó asimismo a uno de los primeros equipos femeninos de nuestro país, el Spanish Girl Club. Dirigió, aparte de la Juventud Asturiana de México, a los combinados nacionales de Cuba y Perú (a este lo llevó al Mundial de Uruguay en 1930).
En América hizo contactos valiosos. Esas complicidades le animaron a proponer la gira allende el Atlántico cuando tomó, en 1928, el timón del Racing, que a pesar de haberle arrebatado algún trofeo en la cancha a los poderosos merengues estaba por esas fechas al borde del abismo financiero. Las cuentas no le cuadraban tras la inversión (un millón de pesetas) en el fastuoso estadio vallecano. Con una capacidad para veinte mil personas, disponía de cabinas para la prensa y de un hotelito de dos pisos con habitaciones para los jugadores. La expansión urbanística de Madrid por Chamberí les había obligado a marcharse de la hectárea en la que habían erigido su campamento apache: entre las calles de Martínez Campos, Modesto Lafuente, Fernández de Hoz y García de Paredes.
El problema es que su afición no les siguió en bloque. El metro llegaba solo hasta el puente de Vallecas. Desde ahí tocaba andar cuesta arriba a lo largo de un kilómetro, por un terreno pedregoso habitualmente encharcado porque el fútbol se jugaba entonces sobre todo en invierno. “Aquel estadio era una idea tan loca como el teatro de la ópera que Fitzcarraldo, el protagonista de la película de Werner Herzog, proyectó construir en plena selva amazónica”, equipara de manera ilustrativa Ruiz Blas. Para entonces, el Racing se había descolgado hasta la Tercera división, después de haber sido denunciado por el Madrid por pagar a sus jugadores. Sí, aunque les choque eran tiempos en que la remuneración estaba prohibida, ya que se consideraba, por influjo de la pureza olimpista, que el deporte debía practicarse de manera amateur. La Federación madrileña, como sanción, impidió vestirse de corto a algunos de sus mejores futbolistas durante dos años, lo que inevitablemente supuso una merma en el rendimiento rojinegro.
[Real Madrid, la única droga a la que se enganchó Escohotado]
Así que, en esa tesitura, Bru propuso lo de trotar América para, gracias a una serie de amistosos contratados con equipos locales, rellenar las arcas vacías. Pero todo lo que podía salir mal salió, efectivamente, mal. El contraste entre las circunstancias de los viajes de ida y vuelta resulta muy ilustrativa. La expedición racinguista partió hacia Perú a bordo del lujoso Reina del Pacífico el 23 de junio del 1931 y regresó, desde Nueva York, en noviembre de ese mismo año, en el buque Buenos Aires, un amasijo de chatarra con literas de hierro que sería usado luego como prisión flotante. ¿Qué pasó? Igual sería mejor preguntar qué no pasó.
En Perú les pilló el alzamiento militar de Luis Miguel Sánchez Cerro, admirador de Mussolini, en el que Bru tuvo su pequeña participación al portar consigo unas cartas de este caudillo fascista destinadas a sus correligionarios más estrechos. Les advertía de su inminente regreso a Perú (estaba entonces en España tras haber sido expulsado del país) y de sus planes golpistas. En Cuba, siguiente escala, fue una rebelión sindical la que aguó sus objetivos: las huelgas en los transportes dificultaron mucho el desplazamiento del público a los estadios donde jugaron. En México, a causa de sus características tanganas en la cancha (quizá sería mejor decir reyertas), acabaron en el cuartelillo.
Hay que decir que lo de repartir leña era una seña de identidad del Racing, que había protagonizado verdaderas batallas campales contra su enemigo íntimo: el Madrid. De una de ellas dio cuenta con una coplilla el dramaturgo y periodista Francisco Ramos de Castro: Patadas en el bazo / con bárbara fiereza… / Tan pronto un puñetazo / hinchaba una cabeza / como desaparecía / un ojo en un instante. / Aquello parecía / el campo de Agramante!
A Nueva York ya se desplazaron a la desesperada, y allí toparon con otra adversidad: el acelerado declive del soccer en los Estados Unidos, un deporte que, tras días de gloria en yanquilandia, se vio claramente rebasado por el beisbol y el fútbol americano. Total, que la gira fue una auténtica ruina.
Sin tener donde caerse muertos porque desde España hacía tiempo que no recibían ni una sola peseta y las recaudaciones en América habían sido paupérrimas, quedaron varados entre los rascacielos. Estuvieron a escasos milímetros de caer en la indigencia, una condición muy extendida en aquella ciudad de brutales contrastes socioeconómicos. De hecho, el astro Gaspar Rubio, delantero legendario, Platko, portero en su día del Barça, ponderado por Alberti en un poema, y el resto de componentes de la partida chamberilera vieron con sus propios ojos los precarios campamentos de los miles de hobos que, huyendo de la miseria provocada por el crac del 29, dieron con sus huesos en la megalópolis (muchos de ellos se arracimaban en torno a Central Park).
Al final, la Federación Centro se apiadó de los racinguistas y les lanzó un cabo: mil dólares para pagar los billetes de vuelta. Aunque atildados con trajes de golfistas -la moda de la época- que se habían comprado con sus últimos céntimos en Nueva York (antes muertos que sencillos), desembarcaron en Cádiz casi tan demacrados y famélicos como los hombres de Juan Sebastián Elcano. Aunque a ellos no los recordaría casi nadie.