El Cultural

El Cultural

Tengo una cita por Manuel Hidalgo

Houellebecq sobre Lovecraft, con prólogo de Stephen King: ¡qué miedo!

El escritor francés repasa en 'H.P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida' los puntos cruciales de la literatura de un hombre que se sumió muy pronto en la depresión y se vio prisionero de sí mismo

14 junio, 2021 15:31

Los cuentos y las novelas cortas del escritor norteamericano H.P. Lovecraft (1890-1937), que apenas publicó sus relatos fuera de las revistas pulp, continúan editándose en España con gran fruición, permanente prueba póstuma de un éxito literario que nunca conoció -ni lo intentó- y que le habría evitado la penuria económica que le afligió en su breve, aislada y enfermiza vida.

Por tanto, sigue siendo una buena ocasión para leer H.P. Lovecraft. Contra el mundo, contra la vida, de Michel Houellebecq, publicado ahora por Anagrama con la misma traducción de Encarna Castejón con la que Siruela lo editó hace quince años. En la fecha de publicación de su ensayo (1991), Houellebecq era aún un perfecto desconocido y, después de leer sus impactantes y controvertidas novelas, podemos comprender mejor por qué el autor de Sumisión (2015) se interesó tan tempranamente -lo leía desde los 16 años- por “el recluso de Providence” (su ciudad natal), por el nihilista, pesimista, individualista, misógino, anómalo, racista y genial maestro del “terror cósmico”. “Contra el mundo, contra la vida”: ¿Lovecraft o Houellebecq?

Habrá que eludir aquí la tentación y la trampa de escribir directamente sobre Lovecraft y conformarse con que vaya apareciendo al hilo de los nucleares temas que va tocando Houellebecq en su sustancial ensayo. 

En el prefacio a esta “especie de primera novela”, Houellebecq ya resume muy aplicadamente los principales rasgos de la vida y de la obra de Lovecraft que van a ser objeto de su estudio. ¿Estudio? Sí, pero mediante un texto de primordial carácter literario y poético, filosófico y, cuando el personaje aparece en su chocante anormalidad íntima y biográfica, asomado a la mimetización novelesca con el creador de criaturas espantosas, de miedos y de horrores terribles.

No hay espiritualismo en ese mundo de mitos, dioses y seres extraterrestres, monstruosos o sobrenaturales. Ni siquiera simbólicamente, opina Houellebecq, sino un absoluto materialismo que, eso sí, responde al rechazo absoluto de la vida real, al desinterés total hacia el realismo y el psicologismo novelescos, al desbordamiento de la imaginación y, por supuesto, a la influencia de los sueños, de las pesadillas personales, que Lovecraft consideraba inasequibles a las interpretaciones pueriles del psicoanálisis de Sigmund Freud.

En capítulos breves y muy sustanciosos, apoyándose cuando conviene en los hechos biográficos, Houellebecq va repasando los puntos cruciales de la literatura de un hombre que se sumió muy pronto en la depresión, sintió arruinado su sistema nervioso, perdió la fe, se vio prisionero de su madre y de sus tías -y de sí mismo- y envuelto en un terror paralizante y fóbico que le impediría prácticamente viajar e interesarse, tanto en su vida real como en su obra, por cuestiones tan elementales como el dinero y el sexo, para así vivir abismado en la creación literaria de sus fantasías, tomada como entretenimiento privado para sus amigos y para él mismo y no como un proyecto trascendente que pudiera incluir perspectivas económicas, de gloria o de posteridad.

Los seres humanos no valen nada. La vida es un sinsentido. El egoísmo y la maldad se enseñorean del mundo y nada hace pensar que criaturas ajenas o lejanas a los hombres y mujeres que conocemos sean más virtuosas, más buenas, aunque puede que sí superiores en inteligencia y saber. Nos aniquilarán, nos tratarán como nosotros tratamos a los conejos y a las ranas.

El creador de la ciudad de Arkham, de la universidad de Miskatonic, del blasfemo, mágico y sabio libro Necronomicón y de tantos entes, mitos y parajes tenía grandes conocimientos literarios e históricos. Houellebecq se detiene en sus saberes arquitectónicos y científicos, que determinan la presencia detallada de la arquitectura en sus ficciones y de la ciencia -estaba al tanto de Albert Einstein- en sus argumentos y, lógicamente, en su preciso manejo del lenguaje científico que da forma a su lenguaje literario.

“Racista congénito, abiertamente reaccionario, glorifica las inhibiciones puritanas y juzga repelentes las 'manifestaciones eróticas directas'”, escribe Houellebecq, que luego contará su corto y casi incomprensible matrimonio neoyorkino con la viuda, judía y sombrerera, Sonia Greene, siete años mayor que él, probablemente la única mujer con la que mantuvo esas (tardías) relaciones sexuales que le repugnaban y le parecían propias de “bestias”.

Amable, educado y caballeroso con cada individuo, Lovecraft despreciaba, sin embargo, a la humanidad entera por su deficiente preparación intelectual o por pertenecer a razas inferiores a la blanca y anglosajona. Houellebecq se detiene en este punto con una explicación, que no justificación: el racismo, el elitismo y la xenofobia de Lovecraft estallaron durante su corta estancia en Nueva York al deducir que los emigrantes de toda raza y color que veía por la calle eran los que, en su opinión, le impedían lograr un empleo y salir de la miseria. Pasó a tenerles miedo -racismo y miedo suelen ir juntos: el miedo al otro, la paranoia respecto al otro- y los metamorfoseó -Houellebecq cita párrafos demostrativos- en las criaturas amenazantes y destructivas que, venidas de otras galaxias o del más allá, pueblan sus libros. 

Libros de los que Houellebecq repasa y considera -siempre con brevedad, pero con gran penetración e inteligencia- ingredientes como los ruidos, las músicas o los chillidos o chirridos extraños, los olores nauseabundos, las luces y los colores mórbidos, los rasgos y formas de rostros y cuerpos y las texturas de la piel como constitutivos –“el desorden de los sentidos”- de las atmósferas y paisajes de horror que llegaron mucho más lejos que el goticismo pesadillesco de su maestro Edgar Allan Poe, que fueron adoptados por los colegas y discípulos del Círculo de Lovecraft y que han pervivido en sus imitadores y seguidores hasta hoy mismo.

Alpha Decay vuelve a editar en estas fechas La llamada de Cthulhu (1926), tenido por Houellebecq, como es natural, como uno de los ocho “grandes textos” de Lovecraft. La lista se completa, por si tienen curiosidad, con El color que cayó del espacio (1927), El horror de Dunwich (1928), El susurrador en la oscuridad (1930), En las montañas de la locura (1931), Los sueños de una bruja (1932), La sombra sobre Innsmouth (1932) y En la noche de los tiempos (1934). Todos ellos fueron escritos, prácticamente, en los últimos diez años de su truncada vida y tras volver a su pequeña Providence con sus tías, después de su matrimonio y de su paso por Nueva York.

Houellebecq cita fragmentos de las más de cien mil cartas que, según parece, escribió Lovecraft, objeta algunos de sus procedimientos y discrepa de algunas de sus ideas, todo ello desde la admiración y, sobre todo, la fascinación.

En este largo párrafo, Houellebecq evoca esos “grandes textos” de Lovecraft y el clima del conjunto de su obra: “Así pues, en sus últimos relatos, Lovecraft utiliza los recursos multiformes de la descripción con un saber total. El oscuro recuerdo de ciertos ritos de fecundación en una degenerada tribu tibetana, las desconcertantes particularidades algebraicas de los espacio prehilbertianos, el análisis de la desviación genética en una población de lagartos semiamorfos de Chile, los obscenos conjuros de una obra de demonología compilada por un monje franciscano medio loco, el comportamiento impredecible de un grupo de neutrinos sometidos a un campo magnético de intensidad creciente, las espantosas esculturas, jamás expuestas al público, de un inglés decadente…, todo puede servir para evocar un universo multidimensional en el que los ámbitos más heterogéneos del saber confluyen y se entremezclan para crear ese estado de trance poético que acompaña a la revelación de las verdades prohibidas”.

Desgraciadamente, cuando leo con placer a Lovecraft o sobre Lovecraft siempre me viene a la cabeza el inclemente y brutal artículo del gran crítico norteamericano Edmund Wilson (“The New Yorker”) que, en un artículo de 1945, arremetió con enorme virulencia y desdén contra él echándole en cara su mal gusto y su mal arte. Se puede leer en su Obra selecta (Lumen, 2008). Por cierto, poco gusto y poco arte tiene, en general, el prólogo de Stephen King, que contiene, sin embargo, dos buenas ideas. Una es su título, La almohada de Lovecraft, y su glosa. La otra es ésta: “Toda literatura, pero en particular la literatura de lo extraño y lo fantástico, es una cueva en la que tanto lectores como escritores se esconden de la vida”. 

@manuelghidalgo

veranosdelavilla

Unos Veranos de la Villa (casi) como los de antes

Anterior
Imagen | El Centro de Estudios del Prado, el puente entre la universidad y el museo

El Centro de Estudios del Prado, el puente entre la universidad y el museo

Siguiente