Dos hermanos cuarentones, Miguel y Luis, buscan conservar y dar una salida conveniente al inmenso lienzo que pintó, a lo largo de sesenta años, su padre, Juan Salvatierra. La obra de este hombre -empleado de Correos, mudo por causa de un accidente- consta de sesenta rollos de tela -cien kilos de peso cada rollo, cuatro kilómetros de extensión total-, le ha dado cierta fama póstuma y ha suscitado el interés de un museo holandés, que ha enviado dos técnicos a digitalizarla. Se encuentra almacenada -colgada- en un galpón, en un taller abandonado del pequeño pueblo argentino de Barrancales, a orillas de un río fronterizo con Uruguay, donde la familia vivió.
Miguel, el narrador -divorciado, agente inmobiliario y con un hijo-, se interesa más vivamente que su hermano por el rescate y puesta a punto del descomunal lienzo sin firma, la obra de toda una vida, pintada a diario y sólo abandonada por el padre quince días antes de su muerte, que precedió en dos años a la de su mujer. Juntos se instalan en la vieja casa familiar y abordan la tarea de la efectiva recuperación de la pieza troceada, que, al margen de su singularidad y de sus cualidades pictóricas, se revela claramente como un diario íntimo, como una suerte de autobiografía o crónica personal de toda una existencia, la de un padre querido, solitario y algo opaco y abrumador, tal vez por su mudez.
En el momento oportuno, bastante temprano, señalada la situación y los antecedentes, un descubrimiento. Todos los rollos tienen escrito por detrás el número que ocupan en la sucesión y la fecha del año en el que fueron realizados. Pero falta uno, el correspondiente al año 1961. ¿Qué pasó ese año?, ¿por qué no está en el galpón junto a los otros rollos?, ¿cuál es su contenido?, ¿lo tiene alguien?, ¿dónde estará?
“El rollo faltante” lo llama Miguel, quien se obsesiona, ante la indiferencia reticente de su hermano, con su búsqueda.
En este instante de la novela, en Salvatierra (2008), publicada ahora por Libros del Asteroide, Pedro Mairal desliza algo mucho más efectivo y consistente que un “macguffin” hitchcockiano. Sí, qué duda cabe, es un cebo que sujeta para siempre la atención del lector. Pero es más que un cebo, es la pista real para encontrar datos sustanciales y muy inesperados sobre Juan Salvatierra.
Sobre un delicado tejido emocional, la revisión del larguísimo lienzo le sirve a Miguel para evocar su relación con su padre, el pasado familiar y su propio pasado. Y ahí existe una historia y un paisaje -muy importante, el paisaje- que Mairal va contando y describiendo.
Sin embargo, pronto Miguel y Luis averiguan que la obra de su padre contiene mucho más que lo conocido y recordado por ellos. La obligada indagación entre vecinos, parientes y compañeros de trabajo de Barrancales suscita reacciones ásperas, hoscas, casi hostiles, unidas a un coactivo intento -perfilado como mafioso- de compraventa del galpón que sufren los hermanos.
La obra esconde misterios y secretos, también hechos indiciarios y concretos que van perturbando la investigación de Miguel y Luis, mientras va a apareciendo como evidente no sólo que “el rollo faltante” ha de contener una información decisiva e impactante, sino que su localización y hallazgo -si llega a producirse- va a suponer un riesgo para los hermanos.
La historia de Salvatierra es fascinante. Magistral es su dosificación y su avance. Y excelente, su urdimbre literaria. Y, en el fondo del asunto, preguntas que no dejan de ser universales: ¿qué sabemos en verdad de nuestro padre, de nuestros padres, de la vida de nuestros padres?, ¿cómo puede afectarnos descubrir que la vida que creemos haber vivido con ellos no era, ni mucho menos, la que ellos estaban viviendo y que, por tanto, nuestra propia vida no fue exactamente como la recordamos?, ¿qué pasa si descubrimos hechos y rasgos muy graves en la vida de nuestro padre, acontecimientos que cambian por completo su imagen?, ¿cómo podemos gestionar eso hoy, personalmente y entre hermanos, desde el amor que tuvimos a ese padre que ahora se nos dibuja como un desconocido y desde el amor que nos tenemos?
Los lectores entusiastas, entre los que me encuentro, de Una noche con Sabrina Love (1998) y La uruguaya (2017) van a encontrar en Salvatierra -escrita, como El año del desierto (2005), entre ambas- una novela que quizá les sorprenda, a un Pedro Mairal más hondo y profundo, dueño sosegado y pleno de su oficio, siempre avezado en el manejo de sus recursos verbales -¡esas enumeraciones!- y de una estrategia narrativa envolvente de la que no es posible distraerse.
Así pintó Juan Salvatierra su propia boda: “Están las dos familias en los bancos, una de cada lado del pasillo central, enfrentadas. La de mi padre, numerosa, robusta, ocupando demasiado espacio, con los parientes unidos por gruesas venas rojas como raíces; la de mi madre, rala, etérea, con algunas tías traslúcidas, y parientes medio lejanos llamados a último momento, unidos por hilitos de sangre casi invisibles. Cada maraña de venas familiares se une, a través de mis abuelas, en mis padres. El cura dice su sermón señalando el vientre de mi madre donde se anudan las sangres. Del brazo de mi padre cae una vena que se aleja sola hasta el río”.
En esta novela a partir de una pintura y, a fuer de literaria, pictórica, el río tiene, como escenario de la acción y como metáfora, una gran relevancia: el río que separa Argentina y Uruguay y el juego del delito, el cuadro-río y el río de la vida, el río fronterizo entre la mentira y la verdad, entre la memoria amable y el descubrimiento doloroso, entre un pasado y un futuro distintos a lo recordado y a lo previsto.