El "otro" Singer y su infancia judía
Sus memorias, 'De un mundo que ya no está', es un libro sutil y rugoso que divierte y conmueve, pero que también estremece y asusta
Israel Yehoshua Singer (1893-1944), judío ashkenazi polaco, hijo de rabino y escritor en lengua yiddish, publicó antes que su hermano menor, Isaac Bashevis Singer (1902-1991), y se instaló también antes en Estados Unidos, ayudando en sus inicios americanos al futuro Premio Nobel. Su corta vida —cincuenta años— y la consiguiente brevedad de su obra opacaron su figura, al menos en España, bajo la prominente sombra de su galardonado hermano. La publicación por Acantilado en los últimos años de sus espléndidas novelas La familia Karnowsky (1943) y Los hermanos Ashkenazi (1936) —que ya había sido editada por Ediciones B— ha supuesto para muchos la revelación de un autor magistral.
El gozo lector continúa, sin duda, con De un mundo que ya no está (1946), unas memorias póstumas sobre su infancia que ahora ha editado Acantilado, publicadas dos años después de su fallecimiento, que formaban parte de un plan mucho más amplio que la muerte truncó y que abarcan, aproximadamente, hasta sus trece años y, desde otra perspectiva, hasta la frustrante comprobación de que el Mesías no se presentó en la fecha prevista por su comunidad judía. La excelente traducción del yiddish vuelve a ser de Rhoda Henelde y Jacob Abecasís.
Desde los tres años, el niño Israel Yehoshua sintió que la Torá, la ley judía —los cinco primeros libros de la Biblia—, su obsesivo estudio y su omnipresencia eran para él un yugo, una cárcel. Y el libro da buena y detallada cuenta de ello, de su desinterés y de su reacción de fuga, aunque, al mismo tiempo, se advierte una actitud de respeto, un no querer cargar las tintas de la crítica directamente, sino a través de la detallada descripción de los preceptos, las costumbres y los ritos impuestos y de la evocación de las personas —familiares, maestros, rabinos— encargadas, machaconamente y al minuto, de vigilar su observancia y su cumplimiento.
Sin llegar a una acidez en extremo corrosiva y utilizando un humor medido, irónico desde luego, Singer va entrando y saliendo, al hilo de su crecimiento, de los círculos concéntricos y tangentes formados por sus padres, sus hermanos y su variopinta familia, por los instructores y las autoridades religiosas, por los encargados de ejecutar determinadas tareas obligadas —matarifes, encargados de la circuncisión…—, por el vecindario judío y por los miembros de la comunidad cristiana, recorriendo los espacios de la casa, la calle, la escuela, las tiendas, la sinagoga y el campo abierto, al que el niño huía para jugar y corretear, para librarse de la atmósfera opresiva de todos los demás lugares.
Si las evocaciones del padre, de la madre, de los abuelos maternos y de los tíos —durante las más felices y anuales estancias veraniegas en la más ancha y grande Bilgoraj, su ciudad natal— configuran el grueso de una preciosa y ambivalente recreación sentimental, el libro —en 22 capítulos breves, casi a modo de cuentos— se completa y se extiende con una abundante galería de personajes y episodios que, al menos desde nuestra mirada, adquieren una tonalidad y una entidad más esperpéntica que mágica por los histrionismos, desmesuras y locuras que, entre lo cómico y lo patético, protagonizan y contienen.
La vida que narra Singer es muy dura y muy triste, nada libre ni gozosa, pese a los efluvios de las celebraciones festivas, a la hermosura de algunos ceremoniales, al rico sabor y olor de las comidas y los dulces, una vida siempre intervenida por el rigor del estudio de los textos sagrados, de los obligados cumplimientos de todo y en todo, de las abracadabrantes amenazas que penden sobre los trasgresores y pecadores, de los casi nulos espacios y tiempos que restan para ejercer un mínimo fuero personal, causa todo ello de frecuentes comportamientos alterados, de no pocos trastornos íntimos y públicos.
La cortesía y la hermandad se ven con frecuencia rotas por explosiones de agresividad y de ira, que tienen su origen principal en las distintas interpretaciones de los textos sagrados o de las estrictas leyes, en los presuntos delitos relacionados con su supuesta o real transgresión o en las explosiones descontroladas originadas por la asfixiante carga represiva que supone la observancia de tantas y tantas normas.
Además, según el apasionante relato de Singer, la comunidad judía está dividida en tendencias y facciones, entre creyentes y practicantes devotos y otros más corrientes, en conocedores e ignorantes y en ricos y pobres, lo que da lugar a conflictos y disputas, que, sin embargo, no afloran con virulencia ante la terrible situación de sometimiento que viven las mujeres judías a manos de sus maridos, que muchas veces ni las escuchan ni les dirigen la palabra, y que las mantienen en el ámbito doméstico de la cocina y de las faenas caseras, sin el menor atisbo de libertad y de posibilidad de ilustración.
Pero si este es el panorama general (y bien concreto) que se dibuja magistralmente en De un mundo que ya no está, no olvidemos que el interés del lector y el placer de su lectura se sitúa a cada momento, a cada página, a cada línea, en la riquísima plasticidad literaria con la que Israel Yehoshua Singer va creando el amplio caleidoscopio de personajes y episodios y va narrando sus “cuentos” —muy divertidamente titulados casi todos— , haciendo memoria y crónica de su infancia con tirabuzones desde la edad adulta de la escritura del libro, pero conservando la vivacidad, la malicia y la rebeldía del niño que fue y que crece ante nuestros ojos, claramente hacia un destino y una posición ajenos —aunque nunca del todo, empezando por la lengua, con lo que eso significa— a sus atosigantes raíces. Siempre, por cierto, con una mirada benévola hacia su padre y melancólica hacia su madre de ojos grises.
Habla Singer de su abuela materna de Bilgoraj y de la pelea que mantenía con la gata de la casa, otro personaje: “Cada vez tenía que luchar con la gata, acostumbrada a posarse sobre una silla al lado del sillón del rabino en su despacho; de ningún modo aceptaba alejarse de esa habitación. Mi abuela quería tenerla en la cocina, primero para que cazara ratones, y segundo porque el lugar de una gata no debía ser el despacho de un rabino, sino la cocina. Pero ésta era una gata extraña: no había modo de obligarla a abandonar el despacho. La cocina debería haberle gustado más, pues mientras allí había siempre olor a mollejas de pollo, a carne, leche, grasa y toda clase cosas ricas, en el despacho del rabino sólo había libros sagrados, hojas sobre la Torá y juicios, todo lo que, razonablemente, no debería despertar gran interés en una gata. Pues no: de ningún modo estaba dispuesta a poner las patas en la cocina, sino que prefería quedarse recogida al lado de mi abuelo, dormitando y escuchando palabras de la Torá y del judaísmo”.
Estas magníficas líneas están incluidas en el capítulo titulado La preparación del “sabbat” mientras una gata pía prefiere oír la Torá a cazar ratones…El título y el texto dan perfecta idea del tono, el punto de vista y la capacidad fabuladora de Israel Yehoshua Singer y de un libro sutil y rugoso que divierte y conmueve, pero que también estremece y asusta.