Edgar Allan Poe (1809-1849) hizo debutar al chevalier Auguste Dupin, ornado de grandes dotes detectivescas, en Los asesinatos de la rue Morgue (1841), cuento al que siguió El misterio de Marie Rogêt (1842), concluyendo el personaje sus hazañas deductivas en La carta robada (1844). Corto recorrido tuvo el sagaz investigador, a quien se considera el antecesor y padre espiritual de los detectives de la posterior literatura de crimen y misterio.
Los entuertos criminales que aclara Dupin suceden en París, en unas fechas indeterminadas de la primera mitad del siglo XIX y son contados por un narrador anónimo que comparte un “siniestro caserón” con el chevalier y que actúa un poco como receptor y pared de las averiguaciones de su amigo. De estos dos caballeros, volcados en la meditación y el silencio, en la lectura y en la conversación, muy poco sabemos, salvo que son jóvenes y que Dupin, extraordinariamente culto e imaginativo, aunque pobre, procede de una familia ilustre. Hay un tercer personaje fijo en los relatos, el prefecto G., un policía que recurre o se cruza con Dupin y que hace las cosas mal incluso cuando las hace bien, de manera que sus pesquisas no pueden ser más torpes y desafortunadas. En general, el pobre G., por más que observe e inquiera meticulosamente, no sabe ver lo que tiene delante, cree que las cosas han de ser forzosamente complejas (y no sencillas), se vale de la lógica de la experiencia y coincide con el promedio del pensar común, de manera que ni sabe atener la lógica al caso concreto que le ocupa ni sabe desarrollar sus propias intuiciones. Y lo que es peor aún: no se pone en la mente del criminal. El modo de proceder de Dupin es justo el contrario.
En Los crímenes de la calle Morgue, se contempla el espantoso asesinato en su vivienda de una anciana y su hija, que ha sido encajada por el criminal en el tubo de extracción de humos de una chimenea. En El misterio de Marie Rogêt -basado en un caso real sucedido en Nueva York-, el cadáver de la bella dependienta de una perfumería aparece en el río Sena, después de que la muchacha manifestara que iba de visita a casa de su tía. Y en La carta robada lo que se trata de dilucidar es un robo, la sustracción a la reina de Francia, por cuenta -se sabe- de un ministro del gobierno, de una muy comprometedora carta, que es preciso recuperar. En los dos primeros relatos, tienen gran importancia las noticias que sobre los crímenes van apareciendo en la prensa, pues Dupin acostumbra a calibrarlas antes de localizar sus errores y tirar por otro lado. La prensa, como la policía, tampoco da en el clavo, privilegio que corresponde al elitista, diletante, arrogante, no poco pedante y razonador Auguste Dupin, quien en los dos primeros misterios actúa por amor al arte y, en el tercero, no desdeña la sustanciosa recompensa que se ofrece a quien recupere la carta.
No es casual que Los asesinatos de la rue Morgue -varias veces llevado al cine- sea el más célebre de los tres relatos, pues es el que más incógnitas, personajes e ingredientes reúne. Confieso que El misterio de Marie Rogêt ha llegado a provocarme tedio por lo intrincado de sus pliegues y lo prolijo de las disquisiciones de Dupin, mientras que La carta robada, tal vez por la pronta resolución de su asunto y por no lograr previamente suscitar un gran interés lo ocurrido, me ha parecido el más flojo y prescindible de los tres. Con traducción de Ángeles de los Santos, el desigual tríptico conforma Los misterios de Auguste Dupin, el primer detective, volumen editado por Periférica.
De nuevo salvo en Los asesinatos de la rue Morgue -que participa de todas las virtudes-, lo más interesante de estos cuentos no está precisamente en los crímenes y en su proceso de esclarecimiento -en el que el lector apenas puede participar y hacer sus apuestas-, sino en otros ingredientes que se encuentran en el camino, y que, a mi juicio, son éstos: la tersura retórica de la muy precisa prosa de Poe; las referencias literarias y cultas que nutren las narraciones; las observaciones psicológicas, de costumbres, de ambientes, de comportamiento y, en fin, del tejido social que se van hilvanando a cuenta de los personajes que comparecen y, por último -aunque creo que es el principal atractivo del volumen- las ideas filosóficas y científicas, el lado no tan sutilmente -sino claramente- ensayístico que nutre y acompaña las conjeturas de Dupin.
En tal sentido, las páginas que más he disfrutado son las cinco primeras, aquellas en las que, a modo de prólogo y de declaración de principios, y antes de entrar en el pavoroso crimen de la calle Morgue, Poe, por boca del narrador, establece los fundamentos intelectuales del modo de proceder de Auguste Dupin, de su mentalidad analítica, fundamentos que vuelven a aparecer, con sus variantes complementarias, en otros pasajes de los tres relatos. Me encanta esta larga digresión sobre los juegos del ajedrez y las damas: “…las capacidades superiores del intelecto reflexivo se ponen a prueba con mayor claridad y provecho en el modesto juego de damas que en la elaborada frivolidad del ajedrez. En este último, donde las piezas tienen movimientos diferentes y “peculiares”, con distintos y variables valores, lo que sólo es complejo se toma (un error nada infrecuente) por profundo. Se exige mucha “atención”. Si ésta decae un instante, se comete un descuido que da lugar a un perjuicio o a la derrota. Al ser los posibles movimientos no sólo múltiples, sino también de retroceso, las ocasiones de tales descuidos se multiplican, y en nueve de cada diez casos es el jugador más atento, no el más agudo, el que vence. En las damas, por el contrario, donde los movimientos son “únicos” y tienen poca variación, las probabilidades de distraerse disminuyen, y al utilizarse relativamente poco la mera atención, las ventajas que obtenga cualquiera de los dos jugadores se consiguen gracias a una superior “perspicacia””.
No practico estos juegos y no puedo, por tanto, polemizar con Poe o saber si lleva razón. Pero sí creo saber que en párrafos como éste está lo más sabroso y apetecible de este libro. Si está establecido que Auguste Dupin es el precursor de Sherlock Holmes y de Hércules Poirot, pues así será. No obstante, en mi opinión, la capacidad de Edgar Allan Poe, en estos relatos, de crear enredos y argumentos atractivos es inversamente proporcional a las cualidades de su escritura y de sus facultades especulativas.