El perfume de Amélie Nothomb
En su última novela, 'Los nombres epicenos', la escritora ha vuelto a construir otro de sus virtuosos y eficaces artefactos argumentales
Reine, una bella provinciana de veinticinco años, abandona de repente y sin contemplaciones a su joven amante después de cinco temporadas de fogosas relaciones. Él carece de iniciativa y ambiciones. Ella se va a casar de inmediato con Jean-Louis, quien será vicepresidente de una importante empresa en París. El chico, despechado y enojado, decide vengarse. No piensa en matar a Reine, sino en hacerla sufrir como él sufre ahora. Tiempo después…
Con una breve y contundente escena inicial y con un indeterminado salto temporal -evocadores de técnicas narrativas cinematográficas- comienza Los nombres epicenos, la penúltima novela de la ristra de entregas anuales de la escritora de origen belga Amélie Nothomb (Kobe, Japón, 1967), traducida para Anagrama, como todas las suyas, por Sergi Pàmies.
Con tan feo y rebuscado título, Nothomb ha vuelto a construir otro de sus virtuosos y eficaces artefactos argumentales, en el que el tiempo, precisamente, tiene un habilidoso tratamiento. En apenas 125 páginas, a base de elipsis y saltos, recorre veinticinco años de la vida de sus personajes. El relato se desliza veloz por una pista de hielo sin que el lector -si ya ha entrado al trapo, que habrá entrado- eche en falta densidades ni detalles. Tampoco demandará verosimilitud, ni lógica, ni profundidad psicológica. No hacen falta. El lector acepta las reglas del juego que le propone -lo tomas o lo dejas- la escritora y vuela con ella por la superficie de una intriga cuyo desarrollo no puede desatender.
Epicenos son los nombres que sirven igual para un hombre que para una mujer. Por ejemplo, en francés, Claude y Dominique. Claude consigue que Dominique, tras un encuentro casual en un café -segunda escena-, se case con él, lo acompañe en París en su imparable ascenso social y que, tras mucho intentarlo, le dé una hija. Una hija que, con toda naturalidad -la artificiosa naturalidad propia de Nothomb-, se llamará Épicène, nombre -¿de varón o de hembra?- tomado de una obra del dramaturgo isabelino Ben Johnson (Epicene, o la mujer silenciosa), una de las varias referencias culturales que -como es costumbre de la casa- sazonan -metáforas, paralelismos, adornos- la narración.
Claude no ama a su hija Épicène, hermosa y muy inteligente, que pronto se resignará al inexplicable odio de su padre y le pagará con la misma moneda, no sin sufrir alguna crisis -la crisis del celacanto-, derivada del arribismo, autoritarismo, racismo y desprecio de su progenitor, que también van afectando a Dominique, su madre, a la que se encuentra muy unida y que es su feliz tabla de salvación. Los nombres epicenos va a ser una historia, a la postre, de mujeres fuertes, de mujeres que se apañan y se entienden entre ellas frente a hombres cortados por el patrón de la ambición, que se sienten poderosos, pero que no saben hasta qué punto son prescindibles actores secundarios.
Toda la historia se acabará configurando como un cuento cruel, pero antes de que se redondee y culmine su desenlace, la crueldad ya se adueña del largo tramo en el que el padre maltrata psicológicamente a la hija y a la esposa y madre. Es el cuerpo central del relato -precedente de un gran giro argumental-, donde la historia vibra con un tenso nivel de suspense, bajo los rasgos de un “thriller” emocional y psicopático -aun en ausencia de psicología- al borde de un crimen.
Para ese gran giro argumental, que contará con una tremenda escena de apertura y que reforzará con nueva savia la intriga planteada, habrá que recordar la escena inicial de la novela, los tres personajes implicados en ella -Reine, Jean-Louis…- y el motor de toda la historia: la venganza.
Uno puede impacientarse al principio con los esnobismos que, tal vez irónicamente, maneja Nothomb -lo chic y hasta el Chanel nº 5, a estas alturas- y uno puede quedar sumido en el seguimiento ansioso de una trama que lo imanta, pero lo cierto es que en esta novela las siempre eficaces herramientas de captación que utiliza la autora no sólo van destinadas a la vistosidad de la pirotecnia argumental. Hay en Los nombres epicenos un discurso más que entreverado sobre el ascenso social, sobre el éxito en la nueva burguesía del capitalismo industrial, sobre las desiguales relaciones de pareja, sobre el uso y el dominio de los maridos respecto a sus mujeres y, en los tiempos que corren, sobre la capacidad de las mujeres para remontar y erigirse como cómplices dueñas de la situación, de su libertad y de su independencia. Todo esto, al “modo Nothomb”, entre la espuma y la sustancia, con abundantísimos diálogos y con observaciones que brillan y chispean por su forma o/y por su contenido, sin alejarse un milímetro del gusto de un lector más de suplemento dominical que de suplemento literario (si es que tal cosa quisiera decir algo).
Claude le ha regalado a Dominique, con intención de seducirla, un frasco de Chanel nº 5. Ella lo prueba: “Le dio de nuevo la vuelta al frasco e impregnó más generosamente la parte interior de su muñeca. Esta vez el efecto subió como una flecha hasta su cerebro y se puso a temblar. El dios del perfume la abrazó, la vieja astucia del cuero de Rusia se activó y la joven comprendió que su piel se había convertido en el territorio de un placer sin límites. Se vio a sí misma desnuda en el espejo y supo que era hermosa. Apartando inmediatamente la mirada, se preguntó si Claude la deseaba y el embrujo aromático respondió con autoridad que no podía dudarlo ni un segundo”.
Ah, si queremos entretenernos con Amélie Nothomb, tenemos que estar dispuestos a pasar también por esto.