El champán de Amélie Nothomb
He retrasado años y años mi primer encuentro con Amélie Nothomb (Kobe, 1967), la escritora belga nacida en Japón. Me daba mala espina, de manera que no trataba de postergar un placer para que fuera más intenso, sino, en todo caso, de aplazar una decepción. Tampoco sentía la urgencia necesaria de asomarme a sus páginas. Ésa es la principal explicación, pero, ahora, que lo pienso, el razonamiento que he dado al principio, si no me hace justicia a mí, es más justo para con ella. Es, en su modestia, “tipo Nothomb”.
Por lo que leía, intuía e interpretaba en las críticas a sus novelas, no siempre coincidentes, se acrecentaba en mí la sensación de que iba a encontrarme, si caía en sus redes, con más pretensión y artificiosidad de la que podría digerir sin hacer aspavientos. Y eso es lo que me ha sucedido, exactamente, al leer Barba Azul (Anagrama).
Un Grande de España de sonoros apellidos tiene la costumbre de tomar como coinquilinas, tras someterlas a un “casting”, a sucesivas jóvenes, a las que brinda techo, comida y servicio en su lujoso palacete parisino. Conociendo que las ocho chicas anteriores han desaparecido y que, con gran probabilidad, han sido asesinadas, la guapa e instruida Saturnine –no hablemos de los nombrecitos- consigue la habitación. Quiere conocer el misterio, vislumbra un juego incitante detrás de él, intuye que el muy noble español presenta algún atractivo que no quiere perderse. Tal vez sea malvado, seductor, interesante, único…
Cenas exquisitas preparadas por Don Elemirio –que así se llama el aristócrata- y regadas por los más caros champanes van señalando unos encuentros que, trufados de un sinfín de muy elaboradas conversaciones sobre los asuntos más elevados, permiten a Saturnine ir conociendo a su anfitrión, ir desentrañando su enigma y, claro, acercarse al abismo rutilante del amor y del crimen. ¿Qué sucederá?
Poco me ha importado cuanto va sucediendo y cuanto termina por suceder en Barba Azul, especie de pieza de cámara para dos personajes que el cine francés se prestará a adaptar con un resultado fastidioso cualquier día de éstos, quedando forzosamente muy lejos de La Venus de las pieles, de Leopold von Sacher-Masoch, cuya versión a cargo de Roman Polanski acabo de ver con deleite. Hay puntos de contacto, como los hay con otras historias en las que un hombre mayor y una mujer joven –no siempre es así- avanzan por un camino peligroso de seducción y tensión en algún escenario más o menos cerrado y sugerente.
Nothomb despliega, dosifica, adelanta y retrasa con oficio consabido y presumible los ingredientes de la intriga, pero tanto los dos personajes como sus cultas disquisiciones –un sembrado de licuadas y prestigiantes referencias- me han hartado casi desde el principio. Decir si Nothomb dialoga bien o muy bien con semejantes materiales, no me parece asunto crucial, pues el meollo está en la actitud, en la opción por tan sofisticado y, a la postre, estéril juguete. O, si se prefiere, insípido menú, por más que abunden sentencias y ocurrencias que uno puede subrayar –si tiene la tendencia-, aunque a larga le quedará la incómoda sensación de que todo, siendo mucho, era nada.
El noble español habla, por ejemplo, de Job y le reprocha haber aceptado, después de su puesta a prueba, que Dios le reponga a una mujer y a unos hijos que no son los suyos. Y don Elemirio filosofa: “El concepto de sustitución está en la base del desastre de la humanidad”.
Puede ser. O puede no ser. ¡Tanto como en la base…! Tal vez Amélie Nothomb tenga razón: uno de los desastres de la humanidad es la sustitución de un pensamiento profundo por otro ingenioso y burbujeante como el champán.