El centenario del nacimiento de Juan Eduardo Zúñiga (Madrid, 24 de enero de 1919) está siendo celebrado con el rango que merece la edad del escritor y la distinción de su obra. Zúñiga pasa por ser un autor “oculto” o “secreto”, y esa penumbra que lo ha envuelto bien pudiera deberse también, además de a su renuencia al escenario público y a sus pompas, a la doble brevedad –escaso número de libros, preferencia por el relato corto– de su producción literaria y al dilatado tiempo que, en consecuencia, ha solido transcurrir entre sus entregas a la imprenta.
Su pronta adscripción al realismo ya imperante en la España de los años 50 del pasado siglo ha tenido el inconveniente de no avenirse a los sucesivos etiquetados y grupos canónicos de la corriente, presentando rasgos insulares que, con frecuencia, le han situado en los márgenes, circunstancia que acrecienta sus efectos hacia el olvido o la ausencia de consideración con su predilección por los escritores rusos del XIX, atracción excepcional entre los escritores españoles de las últimas décadas.
Cátedra publica ahora un volumen que recoge sus dos primeras novelas –la mitad de su escueta producción novelística–, Inútiles totales (1951) y El coral y las aguas (1962), precedidas de una esclarecedora y muy abarcable introducción de Luis Beltrán Almería y Ángeles Encinar.
Por motivos que no hacen al caso, he leído solamente Inútiles totales, novela de la que se predica su estirpe barojiana y en la que Zúñiga cita Humillados y ofendidos (Dostoievski), mostrando las credenciales de la mencionada querencia por los escritores rusos.
Beltrán y Encinar constatan el sostenido interés en la obra posterior de Zúñiga por la figura del “inútil” –también por la ciudad y la mujer-, quizás no muy alejada del perfil del “hombre superfluo”, proveniente de Pushkin, que su admirado y por él estudiado Iván Turguénev trató con gemelo pesimismo en Diario de un hombre superfluo.
Al hablar del realismo de Zúñiga siempre se alude, como es natural, a sus amigos y camaradas de generación Antonio Ferres o Armando López Salinas, con el objeto de señalar sus diferencias estilísticas y estéticas. La crudeza de los ambientes y personajes, la sequedad del lenguaje, la muy menor importancia de lo psicológico o el propósito más directo de denuncia sociopolítica en aquéllos abren distancia con la obra de Zúñiga. No obstante, y a modo de fogonazo iluminador, me parece interesante señalar (añadir) que en 1951, el año de Inútiles totales, Camilo José Cela publicó La colmena.
En Madrid, durante la guerra civil, en la cola donde se suministra un panecillo a los declarados inútiles para el ejército, se conocen dos jóvenes periféricos, Carlos y Cosme, que pronto hacen migas por su compartida afición a los libros. Su rápida amistad les lleva a frecuentar una librería donde se hace tertulia, y allí conocen un día a una muchacha que entra al local para solicitar algún libro de Alfred de Musset. Los dos amigos se sienten atraídos por la chica y uno de ellos, a espaldas del otro, intentará hacer prosperar una relación amorosa que surge con velocidad y que, con independencia de su resultado, deteriora la amistad entre los dos jóvenes.
Sobre el fondo principal de un Madrid suburbial –uno de los chicos vive más allá de Vallecas– y en la cercanía del frente bélico –ruidos de guerra, caída de obuses-, Inútiles totales prefiere detenerse en el carácter iniciático de la peripecia de los amigos, que se abren a la amistad, a la literatura y al amor. Inútiles para la milicia, seguramente también lo son, de momento, para los resbaladizos meandros de la vida adulta.
“¡Qué triste todo!”, “¿Para qué todo esto?”, “¡Qué absurdo, qué inútil!”. Así cavila Carlos, con quejumbrosidad casi adolescente, bastante antes del desenlace de su episodio amoroso, y esas palabras, incluso al margen de la guerra y la precariedad, son sintomáticas de una cierta actitud existencial –¿existencialista?– de su personaje y de la novela misma y compatibles con la reverberación fugaz de la ilusión.
Me ha gustado más el esquema de la historia que la historia misma, y aún más el lenguaje que su traza argumental. Hay algo de abocetado –y no porque sea una novela corta– en el desarrollo de la trama, en la que algunos elementos esenciales –el inicio y el declive del amor, la “traición” a la amistad- se operan con excesiva celeridad.
Se habla del “enigma de la joven”, de que la chica aparece “rodeada de un misterio”. Eso incentiva el interés de los amigos por ella. Diré que a mí no me ha calado ese enigma, ese misterio, pese a la volubilidad y evanescencia del comportamiento de la muchacha, que parece ser rica y vivir lujosamente en una buena casa con (presunto) mayordomo y todo. Su confesada estancia en París o su gusto por Musset no sé si habrían de justificar tanta curiosidad y devoción en los amigos, cuando la chica es descrita como bajita y bizca. No es “muy bonita” y tiene “aspecto de abandono”, además. Vale que el enigma y el misterio no tengan por qué ser privativos de “femmes fatales” o algo por el estilo, pero lo cierto es –y será tal vez deficiencia mía- que a esa muchacha no he acabado de encontrarle el punto que me haga inapelable la reacción de los amigos hacia ella. Y se llama Maruja, muy respetable y popular nombre, aunque quizá poco propicio para irradiar un halo de intriga.
No sé si por aquí debe verse el humor y la comicidad de la que también se habla a propósito de Inútiles totales, que tampoco he conseguido detectar y que, tal vez, tendría que ver, por más alejado que parezca, con el procedimiento de la “miserabilización” de situaciones y personajes que practicaba ocasionalmente Berlanga.
Me ha gustado más el lenguaje, el uso de la lengua, con adjetivos inesperados y sustanciosos en las descripciones, con un teñido de anacronismo en la retórica de la mirada y en el tejido textual que depara sorpresas y gozos. Con ese lenguaje construye Zúñiga su realismo distinto, cosido artesanalmente a mano, creando una lente reticular imprevista para contemplar la realidad que aborda. Por ejemplo, una habitación que le gusta a Cosme tiene un ambiente “pobre y sincero”. Nunca esperé encontrar sinceridad en el ambiente de una habitación, pero está muy bien dicho.
Cuando Cosme va a la casa de Carlos en las afueras, se describe así el panorama: “Cruzó descampados y bordeó huertecillos, cercados con maderas y alambres y latas clavadas de pie. A lo lejos oía los ruidos del frente que nunca cesaban a pesar de haber tranquilidad aquellos días. Gente miserablemente vestida pasaba cerca de él llevando sacos a la espalda. En las puertas de las casuchas que formaban el barrio, había niños jugando y mujeres sentadas, cosiendo. Hacía sol, pero aquellas casas de una sola planta, con ventanucas colgadas de ropas, tenían una luz triste y desolada”.
Huertecillos y ventanucas. Sin que las “casuchas” lo desmientan del todo, hay una cierta amabilización en el uso del diminutivo. Esa amabilización (engañosa) entra en tensión con el carácter más crudamente realista del resto de la estampa, que aún puede decantarse hacia la tristeza y desolación de la luz. Esa tensión me parece típica del modo con el que Juan Eduardo Zúñiga aborda el realismo.