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Después haber gozado hasta la adicción con la lectura sucesiva de Peste & Cólera (2012), Ecuatoria (2009) y Viva (2014), tenía pendiente desde esta primavera Pura vida (2004), la obra con la que el escritor francés Patrick Deville (Saint-Brevin-les-Pins, 1957) inició la práctica del procedimiento literario que ya hace inconfundible su marca de la casa.
¿Novela? No creo que los libros de Deville, aun en tiempos de transversalidad admitida, encajen en ese etiquetado genérico. Ostensiblemente narrativas, cierto, las obras de Deville combinan siempre el gran reportaje histórico –elaborado en la mesa con profusión de fuentes documentales– con el trabajo directo sobre el terreno, del que quedará la crónica expresionista de un viaje, los testimonios de primera mano que convienen a la investigación propuesta y el relato de la experiencia subjetiva del autor, bien dispuesto al itinerario transformador, a una aventura y a una acción personales que corran parejas, de algún modo, a las del personaje que ha elegido para su estudio.
Pura vida, también editada por Anagrama y de nuevo con traducción cómplice del escritor José Manuel Fajardo –citado de pasada en el propio texto–, se centra, como indica su subtítulo, en la Vida & Muerte de William Walker.
¿Se centra? Eso es mucho decir. Como siempre, el personaje principal va acompañado de otros no menos principales y de otros secundarios, y de otros anónimos –los más cercanos a la ficción novelesca–, del pasado y del presente, dando lugar a un descomunal artefacto arborescente, a un deliberado irse por las ramas, a una compleja estructura narrativa –saltos atrás y adelante, yuxtaposiciones, sucesiones por corte…– que Deville resuelve, sin perder pie ni el hilo, con un virtuosismo excepcional que sólo puede ser fruto de un elaboradísimo trabajo.
Situado en un hotel de Managua, en febrero de 1997, Deville se propone –aunque también tiene otras tentaciones– reconstruir la figura desmesurada del médico, abogado y periodista William Walker (1824-1860), originario de Nashville, quien, tras la cruel muerte de su enamorada, poseído por el dolor, la agitación y una incontrolable intensidad, y en concomitancia con las doctrinas en boga del Destino Manifiesto de los Estados Unidos, persistió, con insuficientes, patibularios y desastrados ejércitos mercenarios, en efectuar conquistas de territorios en Centroamérica y en proclamarse presidente, al frente de sus turbas, de las zonas efímera y frágilmente por él ocupadas, cosa que hizo, tras penalidades y sangre sin cuento, en Sonora y Nicaragua.
La enormidad y la trayectoria de Walker le permiten a Deville recorrer la historia de los países centroamericanos desde la conquista española hasta hoy mismo, con especial hincapié en el proceloso siglo XIX y con detenimiento en la alborotada madeja de dictaduras y revoluciones, de represiones y de insurgencias del martirizado siglo XX de Nicaragua, El Salvador, Honduras, Cuba, Costa Rica…Comparecen Gonzalo Fernández Oviedo, Simón Bolívar, César Augusto Sandino, Ernesto “Che” Guevara y, en el presente, los escritores y políticos Ernesto Cardenal y Sergio Ramírez, entre un sinfín de personajes de mayor y menor cuantía.
No hace falta recurrir al realismo mágico para encontrar el referente de una región y de un comportamiento inusitados y atormentados, donde la pobreza, la desigualdad, el autoritarismo, la violencia, la fantasía y la utopías brotan de una geografía exuberante y desgarrada, proclive a los terremotos, los tornados, las erupciones volcánicas y toda clase de desbordamientos, de modo que la exaltada naturaleza y sus moradores parecen ser metáforas recíprocas o parte de un torrencial todo circular de causas y efectos.
En Pura vida se advierte un mayor desempeño literario de Deville que en obras posteriores, una mayor expansión del estilo y de la subjetividad en el punto de vista –con frecuencia, mordaz– y una mayor disposición a contar lo más íntimo de su experiencia personal en el mapa de hoteles, antros, cafetines y otros escenarios de su recorrido. Conrad, Byron –muy expresamente evocado– o Lowry están muy presentes en la mochila de escritor de Deville, no sólo como modelos literarios, sino, como es normal –dadas las opciones elegidas–, como tentaciones de comportamiento, como señales que pueden presagiar o advertir de un horizonte en el infierno.
Y hablando de presencias, y por si a algún lector le interesa la observación, llama la atención –entre la concurrencia de norteamericanos, ingleses e incluso franceses– la ausencia de España y los españoles, en el XIX y en el XX, en un campo de operaciones –por así decirlo- que le había sido propio. La ausencia de España en un territorio tan disputado y tan en ebullición sólo se explica, obviamente, por su evidente decadencia política y económica tras los procesos de independencia.
Escribe Deville: “De la misma manera que es útil conocer la posición de las placas oceánicas para dar cuenta de los terremotos y las erupciones volcánicas, la comprensión de los conflictos humanos necesita la delimitación de múltiples zonas de complejos solapamientos: a los habituales atlas religiosos y lingüísticos conviene así superponer los mapas deportivos y alcohólicos.
Si Cuba y Nicaragua constituyen hoy un islote aislado de la zona béisbol, perdido en medio de la inmensa zona fútbol que se extiende desde la Tierra del Fuego hasta el río Grande, los dos países pertenecían ya, en el siglo XIX, a la zona ron, que limita al sur con la zonas pisco y chicha, y al norte con la zona whisky”.
Sirvan estas ingeniosas y ligeras líneas para reforzar la idea de que Patrick Deville no perece bajo el peso de la tragedia barroca y de la exagerada historia de la que se ocupa con inevitable densidad, sino que encuentra espacio y tiempo para respirar y dar respiro con un sentido del humor también aquí más suelto que en futuras ocasiones.